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Si quieren ayuda, que la pidan. Esa frase de Pedro Sánchez resonó como una bofetada tan parecida al «si no tienen pan, que coman pasteles» atribuido a la reina María Antonieta, ante la muchedumbre hambrienta a las puertas de palacio.

Un día después, la situación estallaba en Paiporta y la comitiva de autoridades desplazada a este municipio era recibida con abucheos, gritos de ‘asesinos’ y lanzamiento de barro. Pedro Sánchez huía. El Rey y la Reina, acompañados por el presidente de la Generalitat valenciana, Carlos Mazón, se quedaban. Al final, se imponía la imagen de unos reyes manchados de barro abrazando a quienes lo han perdido todo y sobre todo, los que se han sentido solos e impotentes ante el peor desastre natural de este siglo en España.

Horas después el Rey y el presidente comparecían ante los medios, y de nuevo la diferencia entre la empatía y el desprecio. «hay que entender el enfado y la frustración de muchas personas» o «son grupúsculos de extrema derecha». Lo primero dicho por quien no tiene ni los medios ni la responsabilidad para hacerse cargo de la situación. Lo segundo dicho por quien tiene lo uno y lo otro.

‘El pueblo salva al pueblo’. Ese era el clamor días atrás y la constatación de un hecho. El de una tragedia de tal magnitud afrontada entre la ineptitud de unos y la mala fe de otros. La certeza entre muchos, de que el contrato social, ese por el que los ciudadanos aguantan lo que sea de los políticos y de los burócratas, a cambio de que cuando la situación lo requiere, estén ahí y resuelvan, se ha roto. Quizás sea injusto, pero es muy arriesgado no hacer caso a las señales.

La tragedia del COVID nos tenía que haber servido de lección. Padecimos la mezcla de pésima gestión, sufrimiento evitable, tacticismo político, decisiones arbitrarias, expertos que no eran tales y al final, como la basura que la marea deja en la playa cuando se retira, buitres enriqueciéndose con el dolor ajeno.

Quisimos creer que todo lo malo respondía a lo imprevisto de la pandemia, a lo inesperado, a la falta de modelos que guiasen a los gobernantes. Pero no. No había más.

Me duele hablar de la ruptura del contrato social, tanto como de la desafección hacia los políticos, y no sólo porque ahora me cuente entre estos últimos, sino porque sin esa confianza, los cimientos de la Democracia se resquebrajan más y el estadio final es el estado fallido.

Meses hablando del fango en sentido figurado para acabar hundidos en el fango real, debajo del que se ocultan quizás cuerpos, muebles, coches, todo tipo de enseres (la vida, en suma). Pero bajo el que también se esconde el colapso de un sistema en el que la maraña normativa, las competencias triplicadas y la burocracia sin sentido, permiten a los menos válidos (políticos y funcionarios) disimular su ineptitud. Hasta que llega una desgracia y el administrado que paga religiosamente sus impuestos, ante sus justas demandas, sólo encuentra excusas, y sin embargo ¿a él qué más le da qué es competencia de quién?

Si se le ha muerto un familiar y no sabe dónde encontrarlo, si lo ha perdido todo, si no tiene comida, ni agua, si lleva días sin ducharse, si no hay luz, si días después de la catástrofe sigue siendo él y gente como él, quien retira barro y escombros ¿de verdad se le puede ir con cuentos competenciales?
Aunque hemos descendido en la tabla, somos la economía número quince del planeta. Estos días hemos parecido uno de aquellos países en desarrollo a los que corremos a socorrer cuando les golpea una catástrofe natural. Y sinceramente, no nos lo merecemos.