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No sólo las redes digitales suelen ser tóxicas; las tradicionales y analógicas aún lo son más. Antes la actual desinformación, y los bulos, mentiras y falsedades propagandísticas tan en boga, así como las incitaciones al odio, se llamaban sensacionalismo, y alcanzaron gran difusión con el invento de la linotipia el siglo XIX. Por supuesto, las catástrofes, naturales o no, siempre fueron un terreno propicio para ese sensacionalismo y manipulación política, tal como ya vimos durante la pandemia, de modo que cuando no había ninguna se la inventaban. La prensa de papel, me refiero. No pocas guerras, y muy cruentas, salieron de ahí. Pero no voy a contar ahora la historia universal de la prensa escrita, que total está en las últimas y carente de prestigio. Se nota que esas multitudes intelectuales (sociólogos, periodistas, analistas, psicólogos, políticos) que a diario culpan a las redes digitales de todas las desgracias, desde los sucesos violentos de Paiporta a la elección de un reconocido criminal como presidente de los Estados Unidos, no leen otra cosa ni hojean nunca un periódico, o se habrían enterado de que no toda la desinformación y la toxicidad son digitales. Ni mucho menos. Yo no he tenido un móvil en mi vida, ni entrado jamás en ese universo desinformativo de falsedades, muy tóxico y adictivo según dicen, que al parecer provoca indignaciones, odios y delirios generalizados. No sabría cómo acceder a esa tierra salvaje aunque quisiera, y sólo leo periódicos tradicionales de papel. También veo telediarios y espacios informativos de las cadenas públicas. Sin embargo, hace mucho que respiro la misma atmósfera tóxica, cargada de patrañas, especulaciones y conspiraciones, que cualquier iracundo jovencito muy digitalizado. Es la atmósfera que hay, en todas partes, dentro y fuera del móvil. Valiente excusa, la mierda de las redes. Los llamados medios alternativos. Y eso que a mí me espantan, por la cantidad de hechos alternativos que inventan. Pero difícilmente serán peores que cierta prensa madrileña, como se vio desde el primer minuto de la catástrofe valenciana. Las mayores barbaridades las he oído a portavoces políticos, o leído a comentaristas tradicionales y prestigiosos, aunque delirantes. La atmósfera de imbecilidad, en fin. Asquerosa. Muy tóxica.