La historia de este extraño país nuestro responde a unos patrones difíciles de explicar a un foráneo.
Cuando, el 2 de mayo de 1808, el pueblo de Madrid se levantó contra el invasor francés, pocos podían prever que aquella primera reacción, fruto del hartazgo frente a los abusos de todo tipo de aquellos que habían aprovechado su condición de aliados para intentar convertirnos en un satélite del imperio napoleónico, iba a ser determinante para la conformación de una identidad nacional común.
Hasta entonces, la españolidad era más una condición geográfica o política que identitaria. Los intentos modernizadores de los primeros Borbones habían cambiado la estructura administrativa y orgánica del Estado, pero ello apenas había afectado a los sentimientos de pertenencia de los ciudadanos, aún tan alejados unos de otros.
En aquellas horas, la España oficial –encarnada entonces por el rey Fernando VII– se desmoronaba, lo que propiciaba el surgimiento de la otra, de la real, de la que anidaba en el pueblo.
Así nació la guerra de guerrillas que, sin desmerecer las victorias militares de las tropas regulares en Bailén, Vitoria o San Marcial, fue el factor determinante para derrotar tras seis interminables años al poderosísimo ejército de Napoleón Bonaparte y devolverlo a su país.
Aquella tragedia, con casi medio millón de víctimas propias y 200.000 francesas, contribuyó decisivamente a la conformación de una conciencia nacional común hasta entonces tenue o inexistente, lo que culminó con la aprobación de la Constitución de Cádiz de 1812.
Habían pasado apenas unas horas desde que amplias zonas de la Comunidad Valenciana amaneciesen entre los signos de una indescriptible devastación, cuando comenzaron a organizarse espontáneamente en toda España grupos de ciudadanos de toda condición dispuestos a prestar auxilio con sus propios medios a las víctimas de aquella catástrofe, sin parangón en los últimos cincuenta años.
Quizás fuera la extemporánea reacción de las autoridades, su escandalosa falta de coordinación, o la evidencia de que eran incapaces de superar sus miserias partidistas lo que actuó como catalizador de una sociedad que, con todos sus defectos, probablemente sea la más solidaria del mundo.
Cuando, en el transcurso de los días, iban apareciendo multitud de imágenes de miles de españoles –muchos de ellos, jóvenes sin más recursos que sus brazos–, llegados desde los más diversos puntos de nuestra geografía, arrimando el hombro –y el corazón– y luchando codo a codo contra el barro, el caos y la muerte como si de salvar a los de su propia familia se tratase, no pude evitar rememorar nuestra historia. Bendito pueblo de locos guerrilleros dispuestos a luchar a cambio de nada contra los peores enemigos. Hay más grandeza y más nación española en esas conmovedoras imágenes que en cualquier norma jurídica, incluyendo la Constitución.
Por más autoodio –inherente a nuestra personalidad– que acostumbremos a practicar y por más que perdamos miserablemente el tiempo aferrándonos a nuestras diferencias, bajo la epidermis de la piel de toro hay un pueblo que se levanta y salva al pueblo cuando más abandonado está, mientras el Estado se diluye en sonrojantes disputas.
Dios bendiga siempre a esta España guerrillera y generosa.
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