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Vaya por delante que en los 80 y 90 Mike Tyson no era santo de mi devoción. Le seguía y me producía terror cómo derrumbaba a sus oponentes en el primer asalto. Sus embestidas nada más sonar el gong eran temibles. Nunca había visto a un toro bravo convertido en ser humano con guantes de boxeo. Pero el modo en cómo humillaba a sus rivales me superaba y en cada combate deseaba que se le acabara aquella racha de victorias fulminantes que parecía eterna. Llegó ese día en el año 90 y fue con un rival que a priori no le iba a plantar cara. Buster Douglas lo noqueó y aquella imagen de Tyson tratando de recuperar la verticalidad se me quedó grabada en la retina. Años más tarde, tras su paso por prisión, peleó con Evander Holyfield, boxeador al que yo idolatraba, y fue derrotado. Durante semanas había sentido una angustia terrible por Holyfield porque daba por hecho que Tyson lo destrozaría, sopesaba que lo de Buster Douglas había sido una excepción. Sin embargo, Holyfield era un boxeador talentoso y leyó perfectamente aquel combate. En la revancha, Tyson le mordió la oreja y empezó un declive que acabó en el 2005. Con los años, la imagen de aquel peleador desalmado se me fue disipando. Tyson iba adquiriendo una patina mucho más humana, más mortal, más agradable y menos terrorífica. Curiosamente soltaba frases que me parecían propias de alguien más versado y no de aquel antaño Terror del Garden. Cuando aceptó la pelea con Jake Paul, el influencer boxeador, deseé que finalmente no peleara por todo lo contrario a sus inicios. No quería que le hicieran daño, aunque seguía reviviendo a aquella bestia salvaje casi imposible de frenar y a eso me encomendaba. Pero la edad no perdona y en el ring se vio un ser vulnerable que a duras penas aguantó los ocho asaltos. Pese a su bravuconería, Jake Paul no quiso aprovecharse, quizá por la misma sensación que me poseía a mí.