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La comunidad científica coincide en que la supervivencia del planeta depende de que se evite un aumento de la temperatura global superior a 1,5°C con respecto a los niveles preindustriales en 2030; y de 2°C en 2050.

El Acuerdo de París, adoptado durante la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP21) en 2015, representó un hito en la acción climática global, al unir a casi todos los países bajo un marco común para combatir el cambio climático. El Acuerdo se firmó para frenar el aumento de la temperatura global; y se sostiene en gran medida de una estrategia de Crecimiento Verde. Este enfoque se basa en lograr el crecimiento económico mientras se minimiza el daño ambiental, principalmente a través de avances tecnológicos, mejoras en la eficiencia y una transición hacia fuentes de energía renovables.

Sin embargo, un creciente cuerpo de evidencia científica cuestiona que la transición a renovables se pueda lograr a la escala y velocidad necesarias para cumplir con las metas del Acuerdo de París: producir, transportar e instalar la infraestructura de renovables necesaria para lograr realizar a tiempo la transición energética implicaría un uso intensivo de combustibles fósiles que aceleraría las emisiones y el calentamiento global. Por otro lado, con la tecnología actual, la expansión de las energías renovables requiere el uso intensivo de minerales y tierras raras, cuyo stock es insuficiente.

Seguramente los responsables políticos no deberían basar sus estrategias de descarbonización en el crecimiento económico. En mi opinión, se debería plantear un cambio estructural que fomente los sectores menos intensivos en energía (comercio minorista excepto vehículos motorizados, salud, educación, trabajo social y administración pública) y desaliente los sectores opuestos (minería, refinerías, transporte, finanzas y comercio minorista de vehículos motorizados). Esto, sin duda, constituiría un escenario en el que la transición ecológica estaría guiada por una política industrial.

No parece, sin embargo, que esta estrategia esté en la agenda de los líderes mundiales. Es más, incluso parece que el sentido común y la concienciación que llevaron a los líderes mundiales a firmar el Acuerdo de París en 2015 se ha desvanecido. En la cumbre anual sobre el clima de este año (COP29), que se acaba de celebrar en Azerbaiyán, los países ricos se han comprometido a aportar 300.000 millones de dólares anuales a partir de 2035 para apoyar a los países en desarrollo en la reducción de sus emisiones de CO2. Sin embargo, se reconoce que estos necesitan 1,3 billones de dólares anuales para tal fin. Yo añadiría que además los necesitan ya, no a partir de 2035. Se debe lograr que en 2030 la temperatura global aumente menos de 1,5°C, y ya vamos tarde. No tiene sentido esperar a 2035. Por otro lado, los países en desarrollo no solo necesitan fondos de ayuda, requieren transformar profundamente sus estructuras productivas. Para reducir sus emisiones, pero también para desarrollarse. Una economía que se desarrolla por la vía de la transformación estructural genera nuevas actividades caracterizadas por una mayor productividad y rendimientos crecientes a escala, que es lo que estos países necesitan. Lamentablemente esto no está en la agenda de ningún gobernante. Y mientras el calor avanza, Trump elige de secretario de Energía a un empresario petrolero y negacionista climático.