Si me esfuerzo, podría oler los aromas que salían durante décadas de «un horno moruno, abovedado, de tobas refractarias, ideales para ensaimadas y pan», el motor de la pastelería Llull, alojada en el inmueble amenazado. No podía sospechar que cuando escribí la crónica del cierre del comercio se saldaría, siete años después, con el bye bye de todo el edificio.
Es paradójico que un alcalde que es arquitecto permita esta voladura. Pude sospechar cuando me contó Jaume Llull, los días previos al cierre de la pastelería que endulzó la calle de fin de año durante 64 años, y que abrieron sus padres, Miquel Llull y María Garau, que en su lugar se abriría otro negocio. Me extraña que siga cerrado a cal y canto. Persiste la huella del letrero. En la otra esquina, el bar Mavi, uno de los resistentes a convertirse en un negocio de manicura express o una franquicia cualquiera.
En el limbo entre la realidad ficción, la parodia de la llegada a Oms de ese café americano de la franquicia devora ciudades, donde años estuvo Can Vinagre nos hace reír. Como no le echemos humor, estamos apañados, aunque ¡ojito! que lo que se parodia se vuelve realidad.
Viajeros del mundo, vamos a lugares calco. Hoy viajar es corroborar que si puedes, mejor quédate en casa, a no ser que seas tan desgraciado y te saquen del único techo que puedes permitirte: una caravana. El alcalde arquitecto y aliados quieren multarlos con hasta 1.500 euros. «En Palma se vive en viviendas, no en caravanas». Permítame decirle, señor Martínez, que algunos viven bajo un puente, en la calle, en caravanas los más afortunados, porque también hay clases entre los nadies del mundo. Claro, me estoy olvidando que vivo en Ciudad Derribos.
Los vecinos de la zona advertimos movimientos. Empezaron en Ausiàs March, siguieron en Blanquerna y ahora van a por la bonita de la casa, 31 de Desembre. Se despejan las zonas, se hacen carriles bici, se plantan algunos arbolitos, algunas calles ceden protagonismo al peatón. Hasta aquí, un sueño. Dignificar la vida en los barrios. Con el centro de Palma colapsado por el turismo y el martillo de la especulación inmobiliaria, ya no hay quien viva, porque los alquileres han subido como quien sube a la azotea del hotel a ver las vistas de la ciudad, y ¡déjate de rooftop, que se me pone la lengua como en Ally McBeal!
El derribo del edificio de Gaspar Bennazar debe ser evitado. Si sus actuales propietarios tienen un plan de hacer un hotel, pisos vacacionales o a saber qué otra servidumbre al turismo, no hace falta ser tan pico y pala. No nos gusta vivir en Ciudad Derribos. Dejen ese precioso inmueble en pie. No queremos llorar más.
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