La Dirección General de Recaudación de Multas de Tráfico -oficial y coloquialmente conocida como DGT- acaba de instalar dos nuevas cajas registradoras en nuestras carreteras y quiere llegar a veinte. Como de costumbre, no apuesta por tramos que presenten una mayor accidentalidad, sino por aquellos en los que, debido precisamente a la idoneidad de la vía, algunos conductores relajan un tanto el límite de velocidad. Es por nuestra seguridad, dicen, mientras los puntos negros continúan ahí y la formación de nuestros conductores sigue siendo un paripé para aprobar un test.
La carretera de Manacor es, sin duda, de las mejores en términos de baja accidentalidad. No había, por tanto, necesidad alguna de castigar al personal que circulaba por ella. Pero la DGT vio una magnífica oportunidad de incrementar la recaudación, pues hay que seguir pagándole la fiesta a Marlaska y al resto de la cuadrilla sanchista, y eso cuesta un dinero que jamás vuelve a nuestra comunidad.
En el último año, los 14 radares de la DGT multaron a casi 14.000 conductores. Tomando, a la baja, una media de 250 por cabeza, salen 3.500.000 euros al año. Ahora, con las 6 nuevas incorporaciones, se deben superar los cinco millones.
Más estrambótica, si cabe, es la colocación del radar en la vía de cintura de Palma, porque, en este caso, la DGT ha aprovechado la coyuntura de las obras que lleva a cabo el Consell para confundir al personal e intentar sacar rédito del caos.
Instalan un cinemómetro acompañado de una señal de advertencia de su existencia, que indica que el artilugio opera a partir de 100 km/h, actual límite ordinario de velocidad en la vía. No obstante, debido a las obras nocturnas de pavimentación que ejecuta el Consell, ésta tiene topada temporalmente la velocidad en ese tramo a 60 y, solo tras el desconcierto de muchos conductores, la DGT ha aclarado que mientras duren las obras el artilugio multará a partir de este último límite y no del antes indicado.
La realidad es que esta reducción es un sinsentido más de los protocolos aplicados. Mientras circulan vehículos, no se ejecuta trabajo alguno, porque se hacen de noche, con la vía cerrada al tráfico. Así que el límite de 60 carece por completo de objeto y casi ningún mortal lo cumple, porque ya se ha renovado el pavimento y la única diferencia entre el tramo ‘en obras’ y el resto es que en éste las líneas son de color amarillo. En pocas palabras, el peligro del que pretenden protegernos es del color de las rayas. No se le ocurrió ni al que asó la manteca.
Esto de la (in) movilidad sostenible es un fruto podrido más del árbol woke. Cort se ha visto en la tesitura de optar entre renunciar al disparatado proyecto de Zona de Bajas Emisiones de Hila -el humo de los cruceros, por lo visto, no contamina- y a los fondos europeos que lo acompañaban, o tragar y mirar de hacer asumible esta infumable ideación de los burócratas de Bruselas, lo que no es fácil. El proyecto es aporofóbico y gerontofóbico, porque las personas que tienen un vehículo más antiguo -aunque funcione perfectamente- acostumbran a ser las que tienen menos recursos -jóvenes y trabajadores- o las más mayores. Y una invitación a seguir gentrificando Ciutat. Como se ve, un dechado de progresismo igualitario.
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