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Tal vez algún día, por Palma, se habrán cruzado con mi antiguo vecino. Viste con un aire inglés, americana de tweed en invierno y pálido lino egipcio en verano. Tendrá unos 60 años, los mismos que presume de soltería. Cuando atraviesa un paso de cebra lo hace muy despacio para observar el efecto que transmite su presencia entre los conductores y viandantes. Al terminar los estudios heredó de una tía rica y desde entonces vive de rentas. Dispone de todo el tiempo del mundo, por eso es un peligro dar con él. Sabe de todo, es la referencia de ese todo y, lo peor, te lo quiere explicar también todo. Y no hay manera de librarse de él. Te habla y te habla de cualquier cosa: de mecánica cuántica, de Cecilio Metelo, de Patricia Highsmith, de Marga Prohens, de Madonna, de Kennedy, de lord Archer, de las estrellas de mar, del ‘urbanismo táctico’, de artritis, de Sal Mineo, de batracios o de kayaks, sin límites. Nuestra última conversación fue hace tres meses. Giró en torno a los derviches y la danza envenenada que realizó con ellos en algún lugar de Turquía. Me explicó qué desayunó, dónde durmió, a quién conoció, qué le molestó, cómo se mareó durante el baile y a quién amó después. Veinte minutos sin parar de «yo», y «yo» y más «yo». Asediado por tanta pasión turca y harto de sus historias, al fin pude intervenir y le dije: «¿Sabes, querido amigo, que los grandes aristócratas ingleses consideran que es una ordinariez hablar de sí mismos?». Se le cambió la cara y frunció el ceño. Por lo visto había algo que no sabía. Y desde entonces no le he vuelto a ver.