El siete de octubre de 2007, hace ahora poco más de diecisiete años, sufrí en casa un desastre parecido al que ocurrió en Valencia a finales del pasado octubre. No puede comparase en extensión porque en mi caso se circunscribió a mi casa y unos pocos vecinos. Pero me ha hecho recordar el mío gracias a la cantidad de interioridades dadas por televisión. En mi caso solamente hubo un fallecido, el guarda del hospital de Son Espases, que entonces estaba en construcción. Mis consecuencias físicas fueron pocas porque se limitaron a un fuerte golpe en la cabeza y algunos arañazos en el cuerpo.
A pesar de que ha habido desastres más cercanos (como el de San Llorenç des Cardassar), en el actual de Valencia he podido presenciar por televisión las interioridades de las casas, las cuales me han recordado algo de lo que sufrí en la mía; pero debo dejar constancia que en mi caso no sufrió tanto comparado a las de allá. Pero sí en su habitabilidad, puesto que quedé prácticamente sin ninguna persiana ni cristalera completa. Con lo cual el confort fue durante bastantes días muy precario, dando la impresión que vivías en un cobertizo.
Lo que padecí entonces me ha servido para que del espectáculo ocurrido en Valencia haya podido hacerme justo cargo de lo que debieron y deben pasar los habitantes de allá. Porque lo mío fue grave, hasta el punto de que me costó mucho superarlo, pero no llegó ni al diez por ciento de lo sufrido por los habitantes de las tierras valencianas. Ya que en ellas, además de los deterioros en la edificación, se quedaron con todos los enseres inservibles y con muchos fallecidos. Y algo que todavía aumenta más su desasosiego es que de su calamidad tiene bastante responsabilidad la actividad humana, tanto por el desacierto urbanístico como por la pésima gestión política en la protección de la catástrofe. En mi caso, en cambio, fue causado por un motivo totalmente natural, ya que fue provocado por un fibló. Y cualquier inconveniente siempre es más asumible si es causado por un motivo natural que por uno humano.
Los que no sufrimos el desastre de Valencia y otros parecidos se nos alerta la conciencia de ver que el planeta está cada vez más irritable y que se está comportando en consonancia con nuestra absurda actuación con él. Porque si siempre habían existido desastres naturales, en la actualidad se están multiplicando y acelerando de tal forma que da la impresión que el ecosistema ya está perdiendo toda la capacidad para soportar nuestra actividad. Me resulta difícil de entender y, consecuentemente, de aceptar, que el habitante terráqueo más «inteligente» sea precisamente el que está llevando el planeta a sus últimas consecuencias. No hay duda de que debemos poner en estudio profundo la racionalidad humana, porque es absurdo que los animales, que consideramos seres inferiores, tengan un comportamiento más ecológico que nosotros.
La razón de que eso ocurra no es otra que mientras los animales tienen unas ambiciones limitadas a sus necesidades puntuales, y que al tenerlas cubiertas se sienten saciados y consecuentemente satisfechos. Nosotros, en cambio, sentimos habitualmente un fuerte deseo de acrecentar indefinidamente lo que nos da placer. Y no vemos, o no queremos ver, la parte negativa que conlleva esa actitud. Ese diferente comportamiento, en la mayoría de los casos, se produce porque los animales no sienten el futuro y nosotros sí. Pero ese futuro, cuando lo hacemos asequible es una catástrofe. Es una catástrofe porque tanto nosotros como el mundo somos limitados, y traspasar esos límites nos lleva inevitablemente a la hecatombe.
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