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Muchos de ustedes han leído el ya clásico y delicioso Queridos mallorquines de Carlos García Delgado (Guy de Forestier), que ofrece una versión a la par certera y caricaturesca de nuestro ancestral carácter, aunque desde algunos sectores -carentes de sentido del humor- haya sido denostada. La moraleja -probablemente involuntaria- de este éxito editorial es que hay que aprender y es muy sano el reírse de uno mismo, y el que no lo entienda así, pixa fora de test.

Obviamente, hoy nuestra sociedad no es la misma que cuando se escribió este sagaz divertimento, pero un inesperado giro de los acontecimientos ha trastocado mi percepción acerca de la imparable minorización social que los mallorquines hemos experimentado en este siglo XXI.

La publicación de las conclusiones del hallazgo, hace cinco años, de un fósil animal en el término de Banyalbufar, supone un bombazo de incalculables consecuencias. Por lo visto, el llamado ‘dientes de sable’, que era algo así como un perro con piel de gato esfinge -es decir, sin pelo- y con unos descomunales colmillos, es, nada menos, que el ascendiente directo de todos los mamíferos actuales, incluidos usted y yo.

Por más que hace 270 millones de años ni siquiera existieran aún los dinosaurios, y que Banyalbufar formase parte en el Pérmico de un supercontinente llamado Pangea, situado al borde del océano Paleotetis, lo que resulta indudable es que el bicho -no es por despreciar a nuestro ‘abuelo’, pero es que todavía no nos han dicho de qué especie es- era mallorquín y bien mallorquín, como aquel paisano nuestro que sentado en una terraza de Madrid, pidió un palo con sifón, y fue inquirido, para su desconcierto e indignación, sobre si era forastero.

De manera que, aplicando a este sobresaliente hallazgo paleontológico el criterio jurídico del ius sanguinis, vigente en nuestro país, y en virtud del cual un individuo ostenta la nacionalidad de sus ascendientes, resulta que todos somos mallorquines por derecho, y más concretamente de nacionalidad banyalbufarina, desde nuestra perrita ‘Bimba’ -venida al mundo en Jaraíz de la Vera, Cáceres-, hasta Vladímir Putin, pasando por el obispo de Canterbury o Scarlett Johanson. A la alcaldesa Leonor Bosch se le multiplica la población potencial.

La paradoja del caso es que esto del rancio abolengo y del color de la piel o de la sangre no es más que una soberana estupidez para entretenimiento de mentes obtusas y legas en paleontología. Todos los seres, humanos o no, descendemos al cabo de una sola célula que se dividió. Siempre que contemplo un árbol genealógico pienso lo mismo, que conviene no trepar demasiado en él, no sea cosa que comencemos a encontrarnos ancestros con demasiado vello corporal. Luego podemos adornar nuestras diferencias todo lo que queramos, lo que no deja de ser un mero mecanismo de integración social en nuestro grupo de referencia, pero sin más importancia que la de la preservación de la diversidad cultural. Ni una sola de estas diferencias justifica la violencia o las guerras. Conviene que lo recordemos ahora que se acercan las fiestas de Navidad y celebramos que somos todos hijos de un mismo creador, aunque le llamemos de distinta forma según el pedacito del primitivo Pangea en el que nos haya tocado vivir.