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Y no sólo la inteligencia tiene un precio, sino que nos sale carísima. No me refiero únicamente a las asombrosas cantidades de dinero que está gastando el mundo en el desarrollo de la IA, cuyo peso en inversiones está cambiando el eje terrestre y elevando hasta la estratosfera el coste de la vida y la deuda pública, sino a la inteligencia en sí. Los disgustos que nos da, los tostones que imparte día y noche sin tregua, una cháchara infinita con la excusa de que es inteligente. Es decir, que puedes jugar con ella, darle órdenes. Y más pronto o más tarde, la inteligencia pasa factura, con intereses abusivos de demora. Con usura. Da igual que sea inteligencia natural o artificial, porque la broma te saldrá muy cara. La inteligencia, cualquiera, es especialista en convencerte, casi siempre demasiado tarde, de que ya la has cagado, y que cuando quieres algo, en realidad querías otra cosa. Como la literatura, más o menos. Supongamos por ejemplo que a mí me hiciese ilusión tener una concubina babilónica, y la inteligencia, ni corta ni perezosa, me recomendase un libro. Un libro inteligente, desde luego, y muy inteligente la alternativa, pero qué tendrá que ver. Pues bien, lo más seguro es que acabase convencido de que el libro me hacía ilusión. Un fenómeno típico de la inteligencia, que crea ilusiones al mismo ritmo que las destruye. Un proceso que tiene su precio, naturalmente. De ahí que la gente se lleve tan mal con su inteligencia, y aún peor con la de los demás. O es insuficiente o es excesiva, como en el blackjack de los casinos, y en uno u otro caso te saldrá por un ojo de la cara. Yo no tengo ya suficiente inteligencia para entender la mía, pero a veces presiento que me maltrata, conspira contra mí, siempre está tramando algo a largo plazo, la muy cabrona. Si la mía natural es así, digamos malévola, cómo serán las artificiales en circulación, que según dicen son generativas. ¡Generativas! Y divertidas, para colmo. Numerosos sujetos muy inteligentes llevan siglos avisando del alto precio que han tenido que pagar por su inteligencia, y lo poco que compensa. Por supuesto, yo jamás he tenido una concubina babilónica. Libros, a montones. Lo digo sólo como ejemplo.