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Gisèle se ha convertido en una palabra especial. Es el nombre de la mujer francesa que, hace meses, conmovió al mundo con su tragedia. Traicionada por su marido, el compañero de vida en quien siempre confió, descubría que era la protagonista involuntaria de una historia de terror. Su marido, sometiéndola a substancias químicas, facilitó y gestionó que fuese violada por una cincuentena de hombres.

Si nos lo explican sin pruebas, no lo creeríamos. Si fuese el argumento de una novela o una película, nos parecería dudoso, de una exageración inaceptable. Pero la vida siempre supera la ficción. Es extraño.

Gisèle dejó claro desde el principio que no esconde la cabeza. Se esforzó por dar la cara al mundo con el único objetivo de ayudar a tantas otras mujeres que silencian haber sido violadas. Su frase, «La vergüenza tiene que cambiar de bando», se ha convertido en una consigna para el mundo; un mundo que ha sido testigo de un relato de vida espeluznante. Sus violadores, que oscilan entre los veinte y los setenta y tantos años, son hombres comunes, aparentemente normales, muchos padres de familia y esposos. Durante el juicio ocultaban sus rostros. Por fin, la Justicia les señalaba.

El caso de Gisèle Pelicot ha llenado pantallas de televisión, programas de radio y artículos en los periódicos. Tras su aspecto aparentemente frágil, se esconde una heroína: una mujer que, sin pretenderlo y a pesar de sí misma, se transformó en un punto de referencia para todas las mujeres del mundo.

Su nombre estará asociado para siempre a la lucha contra la violencia machista. Su rostro puede ser el de otras muchas mujeres, que no han sido capaces de alzar la voz. Ella las representa a todas. De alguna manera, las salva del oprobio y del olvido. Habla a todos para recordarnos que la dignidad no puede ser maltrecha. Es una verdadera dama y también toda una guerrera. Deberíamos agradecérselo.