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Sabemos que los incas adoraban al sol y que mucho antes lo adoraron los romanos. Fue el emperador Constantino quien en el año 312 decretó que el 25 de diciembre se sustituyera la fiesta del Natalis solis invicti (nacimiento del sol invicto) por la de la Nativitas Iesu Christi y de ahí la denominación Navidad.

Sin embargo, el cristianismo celebró el nacimiento de Jesús antes de Constantino. Al acontecimiento que celebraban lo llamaban incarnatio, término latino que procede de in (dentro) y caro (carne) queriendo significar que Dios tomó carne humana en la persona de Jesucristo. Para los más de 2.300 millones de personas que confiesan la fe cristiana, la vivencia de las fiestas navideñas supone celebrar un cambio radical en la concepción histórica de la divinidad; en esta fiesta no se juega la fe en Dios, ya que la tienen millones de personas que no son cristianas. En Navidad se juega la fe en el Dios que se compendia en cuna de neonato. Lo que supone creer en algo tan insospechado como que la infinitud se ha abreviado a medida, la eternidad a tiempo, la omnipotencia a vulnerabilidad.
Referente a Dios, para el agnóstico, el problema es su existencia; para el cristiano, la gracia no es que exista, es la deliciosa ironía que se haya bajado desde los cielos a nuestros suelos, haya asumido nuestra condición, se haya encarnado.