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Se iniciaba el puente largo de la Constitución y la Inmaculada, pregón del atracón próximo que convierte el último mes del año en el diapasón de la risa y el llanto. Es mi mes. Diciembre. Con todo, al pobre le ha tocado ser el bufón de la Corte porque sí o sí hay que estar alegres por Navidad.
Despertaba el día 6 y con parsimonia de festivo, leo una noticia que me deja atónita. «Una mujer revive en el tanatorio de Palma tras ser dada por muerta en el hospital». En un titular me trasladan siglos atrás. Recordé el cuento de Poe El entierro prematuro, en el que da rienda suelta al temor muy común en la época de ser enterrados vivos. También regresó a mi memoria Max Estrella, el poeta ciego de Luces de Bohemia, creado por Valle-Inclán inspirado en el escritor Alejandro Sawa, al que otros personajes de la obra teatral declaran muerto. Catalepsia, se escucha como un coro griego. Mallorca siempre se alía a la literatura. El peso de ser paraíso. Ay, Blake querido.

En la noticia que encrespó mis desvelos se cuenta cómo el médico de turno –luego he sabido que era una médica– firmó la muerte de una señora ya mayor –luego he sabido que tenía 92 años– y fue trasladada al tanatorio. Introducida en la mortaja la colocan en una sala y no en la cámara. Me entra un escalofrío decembrino. Al poco, los trabajadores de la morgue ven cómo los dedos de una mano de la anciana fallecida se mueven. Pasmo absoluto. La realidad alentando un cuento gótico. Se llama al 061 y a los familiares se les da nueva. En un instante, de la vida a la muerte y de la muerte a la vida. No somos nada.

Vuelta al hospital. No duró mucho este último tránsito en la vida. La señora falleció unos días después. Estaba muy delicada de salud. La hija finalmente habló. No va a emprender acciones contra el hospital. Reclama, y con ella todos, ser más exhaustivos. Como bien expresa Coloma –así se llama la hija de María, y desde aquí le envío mis condolencias– si hubieran decidido cerrar la tapa del ataúd la habrían enterrado viva. Solo a los vivos nos entra el pánico de imaginarlo.

He pensado en estos tránsitos, en cómo la literatura, el cine, el arte en general, han sido útiles, necesarios, para sacarnos de ese abismo. Agradezco infinito a quien sirviéndose del humor negro nos hace de muleta, claro que hay que ser muy Ramón del Valle-Inclán o muy Berlanga para conseguirlo.
No creo que una inteligencia artificial –me cuentan que el próximo año va a ser el despelote de esta tecnología, o sea, que váyanse preparando– alcance a los grandes de la sorna. No me imagino a la IA esperpéntica y carnavalesca. Seguro me equivoco. Ya no tengo certeza de ser yo quien esto escribe. Por si acaso, lanzo el guante a las Bernardas, que fuimos atrevidas y pusimos en tablas aquellas Luces de bohemia en un instituto público, en una ciudad que a veces, solo a veces, se parece a esta Palma de hoy.