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Este año se me había pasado el artículo previo al 25 de diciembre en contra de los fastos navideños y de «esas fiestas tan señaladas», como decía con ironía mientras apuntaba con el dedo al infinito mi recordado ácrata de cabecera Sobral. De hecho me percaté del olvido cuando vi que La 2 iba a emitir Qué bello es vivir, posiblemente lo único que salvas de este cadena de ritos cuando cumples años. El otro día comentaba hace poco el compañero Miquel Alzamora en este periódico algo que va unido a esa película: que generalmente la coges empezada. Con el paso del tiempo, después de haberla visto varias veces, te la aprendes de memoria pero es cierto que la mayoría has entrado en ella ya iniciada. Es posible que la cojas cuando George Bailey y Mary Hatch son jóvenes y bailan sobre un suelo que abre. O cuando van a ver la casa en ruinas en la que terminarán viviendo. O cuando George tiene que hacerse cargo de la «compañía de empréstitos» (esa palabra que oímos por primera vez en esa peli). O cuando el vecindario hace cola para ir a buscar su dinero ante el crack y Bailey les convence de lo contrario. O cuando el malo Potter le roba el sobre con los billetes al tío Billy. O cuando el protagonista se quiere suicidar y se le aparece el ángel se segundo grado Clarence y le muestra cómo sería el mundo de no haber nacido. Ahí, en esa parte, está la secuencia que quiero recordar. George se encuentra con Mary y cuando se acerca a ella y le dice que es su marido da un grito y se desmaya. Y la gente comenta que claro, ella es una «solterona bibliotecaria», algo negativo a lo que se ve. Qué bello es vivir no podía ser perfecta claro vista desde hoy. La revisión de la peli, si llega, tiene que ser desde el punto de vista de Mary. Igual que ha hecho Percival Everett en James reescribiendo Las aventuras de Huckleberry Finn desde la perspectiva de Jim, el esclavo. Sí, tengo un punto woke.