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La pregunta es por qué hay que regalar el billete de autobús o de tren a quien se lo puede pagar, en un contexto en el que los precios del transporte público ya eran políticos, es decir, subvencionados, puesto que repercutir el coste real del servicio en las tarifas que pagaban los usuarios sería del todo inasumible. La gratuidad del transporte público formaba parte de las medidas adoptadas con carácter temporal por las administraciones como apoyo a la recuperación económica después de la covid. La izquierda gobernante lo aderezaba con la promoción del transporte público como instrumento decisivo para la mejora de la movilidad, que así debería haber ocurrido. Pero la circulación sigue siendo caótica sin que el aumento de pasajeros de los medios públicos se haya traducido en una mengua del vehículo privado.

En el caso de Palma, en 2019, la Empresa Municipal de Transportes (EMT) registró 43 millones de pasajeros. La previsión de cierre de 2024 asciende hasta los 60 millones, un incremento que tensa las costuras del servicio por la incapacidad de absorber la demanda generada por la gratuidad. El beneficio que supone viajar gratis total se paga con las incomodidades derivadas de la saturación, más notable en el ferrocarril y en determinadas líneas urbanas. De ahí que haya sido necesario llevar a rastras al alcalde de Palma a la prórroga de la gratuidad en los autobuses, después de haber anunciado el fin de la medida, que contaba con el apoyo de los sindicatos de la EMT porque faltan autobuses y ven inviable sostener el aumento del pasaje. Según los datos municipales, el déficit generado es de unos 15 millones ante la insuficiencia de la aportación estatal, extremo que también comparte el Govern que cuenta con 43 millones del Estado para repartir entre todo el transporte público de Balears. Sea estatal, autonómica o local, la procedencia de los fondos, al final del bolsillo de todos los ciudadanos, usuarios o no del transporte público, no altera el interrogante inicial. No hay razón para regalar el billete de bus o de tren a quienes pueden pagárselo. Y queda fuera de toda duda que la medida debe mantenerse para las personas que realmente lo necesiten.

La gratuidad es directamente proporcional al éxito de público, pero también es el primer paso para la pérdida de valor de lo que se ofrece sin coste alguno. El ejemplo más sangrante sería el de la información que tiende a carecer de valor por definición si el consumidor no es consciente de su elevado precio. O la música: la exigencia de difundir o compartir contenidos musicales sin límite ni coste alguno llegaría a suponer la extinción de la creación artística. El Nobel de Literatura del 2000, Gao Xingjian (Ganzhou, 1940), lo ha expresado con suma lucidez: nada es gratuito, excepto las mentiras y las tonterías.

Inmerso en la ola populista, el Gobierno de Pedro Sánchez decidía mantener las condiciones del transporte público a punto de finalizar el año. Ningún dirigente, ninguna administración, ha tenido la valentía de recuperar una cierta normalidad. Ha pesado más el temor al conjuro infantil al que se recurría cuando alguien reclamaba algo que previamente había regalado: Santa Rita, Rita, Rita, lo que se da no se quita.