Pienso en ella, mientras leo el que parece ser el final de Ca la Seu, el negocio de cuerdas que abrió en 1510, y que de principio a fin siempre estuvo en manos de la misma familia. Los últimos fueron los hermanos Monserrat Frontera. Esta semana ha salido el anuncio de venta de todo el edificio, casi 700 metros cuadrados, por 9,2 millones de euros. Hasta cinco inmobiliarias buscan a quien pueda soltar semejante cantidad.
Donde durante siglos, los artesanos tejieron alfombras, cestas, sàrries, estormies, esterillas, todo tipo de enseres de esparto, mimbre, palmito, junco y cáñamo se alojarán los vehículos de los nuevos propietarios, en una de las esquinas de Canamunt que trenzó hasta los ochenta nuestra historia.
Después, acabó convertido en bar, regentado por Malaky, uno de los hijos del escritor Kerrigan, y Carolina Peronneau, que supieron mantener la esencia de Ca la Seu. Ella fue la última en regentarlo, vivió en sus carnes la historia de la desaparición de un barrio que se ha convertido en el reclamo inmobiliario de una ciudad vendida al mejor postor. Fue el inversor sueco Jimmy Brodesson quien se hizo con el edificio, que tras una reforma que le ha dado la vuelta al calcetín, lo ha puesto a la venta como vivienda unifamiliar por más de nueve millones de euros.
En el corazón de la crisis de viviendas, donde conseguir un alquiler o la compra de un lugar donde vivir se ha convertido en una pesadilla para el común de los mortales, una familia –o a ver quién, y en qué modalidad– se instalará en un edificio con piscina, cinco dormitorios y hasta siete baños. El aparcamiento del inmueble se situará donde las manos de los artesanos Monserrat trenzaron nudos para hacer sàrries y otros enseres de cuerda que abastecieron a los de aquí y a los de allá. A mí se me hace un nudo en la garganta.
Releo el libro conversación Cuerdas y recuerdos en sa Gerreria, que mantuvieron Andreu Monserrat Frontera y el escritor Avelino Hernández, que urden con palabras una historia más que ha desaparecido, aunque seamos muchos los que intentamos mantener su recuerdo, como Toni Sorell, que salvaguarda los rótulos de la ciudad desvanecida en una iniciativa esperanzadora. Se trata de la adopción de letreros de negocios de Palma, que él encuentra, y que la empresa local Tot Herba custodia en sus almacenes. Se trata de poner en valor lo que para muchos no es nada y, sin embargo, es un pespunte más en la historia de nuestras ciudades, de nuestros pueblos, de los lugares nuestros. Así se ha salvado el letrero de Ca la Seu, su último nudo.
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