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Fue, con diferencia, lo mejor de la investidura de Donald Trump. En Washington, el lunes 20 de enero, las temperaturas eran gélidas, casi como las de Groenlandia, la isla que tanto ansía el nuevo inquilino de la Casa Blanca. Cuando de repente apareció ella, con aquella mirada felina, de diosa eslava, y la nieve se derritió. Y eso que Melania miraba poco porque el sombrero de ala ancha que eligió le tapaba los ojos. Una suerte de ovni sobre su cabeza. Aunque por lo que había que ver, mejor así, debió pensar la bella eslovena. Su esposo, con ese tupé oxigenado de pájaro Puput, tan común en Mallorca, juraba el cargo a escasos centímetros, pero era como si Melania estuviera a kilómetros de distancia, a una eternidad de él. Alta, desafiante e impecable con un largo abrigo azul marino, aunque la exmodelo derrocha tanto glamour que también habría triunfado con un forro polar de Decathlon. Desde ese día, han circulado teorías sobre el misterioso sombrero. Dada la afición de su esposo por las actrices porno noventeras, no descartamos que Melania lanzara un mensaje al mundo: «Así disimulo mi cornamenta». Aunque tampoco hay que dramatizar, porque Jacqueline Kennedy o Hillary Clinton, entre otras, también padecieron a esposos infieles y no lucieron sombreros reivindicativos. Así que, tras darle muchas vueltas, llegamos a una conclusión: Melania, con esa frialdad de una espía soviética, lució aquel original tocado para que su adúltero marido no pudiera besarla en público. Y eso que lo intentó varias veces. Incluso no descartamos que la primera dama hubiera electrificado el ala del sombrero.