No lo pone fácil la vida. Te levantas pensando que vas a dejar de dar la brasa con la turistificación, con la alarma social que generan los precios Himalaya de la vivienda y con este mundo patas arriba para ser positiva, darle alegría a tu cuerpo, Macarena, y no perder amigos. ¡Y van los de TVE y emiten el documental 7291!
7.291 son las personas fallecidas en las residencias de la Comunidad de Madrid a las que se les negó el derecho a ser atendidos en un hospital el 2020, el año de la pandemia de la covid.
Han pasado cinco años. Aún se ven los dibujos de los arcoíris descoloridos en algunas ventanas. Cuando paseo por determinadas zonas de mi barrio, que no suelo frecuentar, se agolpan aquellos días de encierro primero y de salidas controladas después por zonas acotadas de tu vivienda. ¡Cinco años después y no me creo aquello que vivimos!
He tomado aire tras ver el documental de Juanjo Castro, de obligada visión, sobre todo para aquellos que siguen manteniendo en la presidencia de Madrid, y alabando una gestión salpicada de presuntos delitos, a la máxima responsable de esa cifra de la vergüenza, a la que por recomendación de mi médico no pienso ni nombrar. De verdad que yo quería colocar mis rodillas en modo zen y juntar las manos para dar gracias a la vida. A la vida, no, que también, hoy mi agradecimiento va a las Olivias del mundo.
En el dolor de los miles de hijos, hijas, nietos, familiares de los 7.291, cobra aún más sentido la suerte que tiene mi madre y nosotros de que llegase a su vida Olivia, la persona que la cuida desde hace ocho años, y que no sin cierta guasa, asegura que son casi como un matrimonio.
Cuando aquel marzo nos dijeron que teníamos que quedarnos en casa, le pregunté si iba a quedarse con mi madre, sin saber cuándo iba a acabar una historia que pocos entendían, o si se iría a su casa. Olivia dio su sí a aquella alianza que es algo más que un trabajo. Cuidar a personas mayores, instalarse en casa ajena, tener que limpiarle hasta el alma, darles de comer, ser testigo y sufrir las consecuencias del deterioro físico y psíquico que suele acompañar el proceso del envejecimiento, armarte de valor ante los delirios, y aún así, dolerte del paulatino viaje a Normandía, donde sabes el final porque en esta película siempre es el mismo.
Cuando voy a los funerales de los padres de amigos me fijo en la presencia discreta, un par de bancos detrás de la familia, de mujeres dignas y orgullosas de haber cumplido hasta el final. Es probable que muchas de las cuidadoras del mundo hayan sido las últimas personas vivas que han visto los difuntos.
Gracias infinitas a las Olivias del mundo porque gracias a vosotras nuestros padres y madres no tuvieron que pasar la pandemia en una de esas residencias donde se les negó la asistencia hospitalaria y no han sumado más dígitos a un número, el 7.291, que no deberíamos olvidar nunca. O al menos hasta que tengamos la suerte de mantener las facultades mentales en buen estado.
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