Los sineueurs, Catalina Sabater y Pere Joan Oliver en mitad de las calles embarradas de Paiporta. | Alba González

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«Sabíamos que iba a ser duro, pero nadie esperaba esto», lo dicen muchos al unísono nada más entrar en la que, sin duda, es la población más afectada por la DANA que arrasó Valencia. Y no es fácil llegar. Los accesos al municipio están controlados por las fuerzas de seguridad y tratan de compaginar el paso de residentes, voluntarios y convoys humanitarios con los gigantescos vehículos de la UME y el Ejército que siguen desplegados en varias áreas.

El barro, en la mayoría de calles, cubre los pies enteros. Ni siquiera se ve aún el pavimento o el asfalto. En los medios de comunicación, puede parecer que se trata de rincones aislados o alguna esquina del barrio aislado, pero nada más lejos de la realidad. Todo Paiporta, sin excepción, se encuentra en una situación límite.

Dos voluntarios, rastreando la zona.
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«Es impresionante, no me lo esperaba, lo que ves no es la realidad, no le hace justicia a la situación», dice Cati Sabater, sineuera que ha pasado horas fregando barro en el local eclesiástico en el que, junto a su pareja Pere Joan Oliver, han contactado con el párroco de la iglesia de Sant Jordi de Paiporta y tras un llamamiento al resto del equipo, han organizado un punto de atención y recogido para todos los vecinos y voluntarios en la zona.

Los voluntarios han descargado tres furgonetas llenas de material para los vecinos

«¿Tenéis botas de agua? ¿Mascarillas? ¿Detergente?», preguntaban los vecinos, también los voluntarios, mayoritariamente veinteañeros que llevan días entregando sus ganas de ayudar a la catástrofe. «Dicen que hay una generación muerta pero está más viva que nunca, y de barro hasta las cejas», dice Pere Joan, lleno también de fango.

El párroco ha explicado al grupo de voluntarios que cuando llegó la riada, él y unos cincuenta feligreses se encontraban en la Iglesia: «si no nos llega a avisar una vecina, estaríamos muertos, cuando salimos ya había más de un metro de agua», cuenta el capellán Gustavo Ribeira. Lo recuerda como si fuera ayer, y en realidad, además de por desgracia, aún lo parece.