Está siendo un verano agitado y hasta raro para la Familia Real española. Un verano que es tan breve que no llegan a todo ni partiéndose en dos. Tal es el agobio que genera la agenda real ineludible que todo se ha trastocado cogiéndonos a desmano. Es un decir. Aquí les queremos, o no nos molestan, pese a que algunos pocos hagan ruido, pero vemos a nuestra primera familia dándolo todo en las Olimpiadas parisinas y nos levantamos del sillón.
Qué entusiasmo mostraron los Reyes bajo la lluvia implacable que deslució una ceremonia que a mí, sin lluvia, me habría parecido igual de vulgar y tediosa. Se quiso vender Francia a través de París, que es lo que los franceses han hecho siempre y dejaron a los atletas y al público fuera de la vista. Qué poca visión de lo que son unas Olimpiadas y las caras de ilusión de los deportistas cuando entran al estadio tras años de dura lucha para conseguir tal honor. Se fueron los Reyes y dejaron de relevo a sus dos hijas, que se lo pasaron en grande, me cuentan. Lo mejor es lo que no se ve ni se puede contar.
Hubo besamanos en Marivent, y doña Letizia salió pitando para París al día siguiente, más feliz que una perdiz. Este calor nos tiene a todos agotados. Sin embargo, han aguantado el tipo. Don Felipe, que a ver si se nos quita la corbata para ir a verle en su party de verano. Y doña Sofía, que era la que más motivos tenía para esconderse. El día anterior a la recepción falleció su primo Miguel de Grecia, un ser excepcional al que conocí gracias a los Orléans. La reina le quería como a un hermano, me consta. Descanse en paz, y vivan los nuevos porque la vieja guardia se va, poco a poco, y con ellos una época donde se valoraban más el estilo y la educación que el dinero. Qué de millonarias ordinarias hay que sufrir. En el mundo de hoy, lo veo a diario, las sectas pululan a base de dinero, belleza y poder. O sea, como siempre. Por cierto, el Rey volvió a lucir gafas de sol mallorquinas.
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