Y conviene estar bien atentos a los platos de temporada y las propuestas fuera de carta que se encargan de cantar las eficientes camareras, que son mayoría en el restaurante. Nuestra elección, bastante preconcebida, quedó hecha trizas ante las apetitosas sugerencias que nos hicieron. Tras un atractivo aperitivo cortesía de la casa –crema de verdura y un original paté de cerdo, pollo y setas con mantequilla y moscatel–, compartimos media ración de crujientes croquetas sobre salsa de mostaza, menos intensas de sabor de lo esperado; rollitos de langostinos crujientes acompañados de una sutil salsa de alioli y aceite de pimientos de piquillo (2€ unidad), y media ración de ensaladilla con tirabeques y top de caviar (8€), que me había dejado buen recuerdo de otra ocasión, pero que esta vez me resultó de poco interés, bien por los componentes o por la insípida mayonesa. Mucho mejor la de mi memoria.
Donde no hubo objeción alguna fue en los principales: calamar de potera, cortado en rodajas y con su tinta marcando muy estéticamente la base del plato y el exterior del cefalópodo (23,5€). Estaba perfecto de punto, muy jugoso, acompañado por un crujiente pan de cristal con mayonesa, cebolla y pimientos. E igualmente fue un acierto un sorprendente rape envuelto en papada de cerdo con unos canelones rellenos del propio pescado y cebolla (24€). La carne, algo sosa, se equilibraba con la papada y con la sabrosa salsa que le acompañaba. Un gran plato.
En los postres se nota la experiencia pastelera de los propietarios. Aquí se acierta siempre si se opta por la finísima tarta de manzana, a un nivel parejo al de algunos restaurantes donde trabajaron, como Flanigan o Santceloni. Hay que encargarla al comienzo para que esté lista cuando toca. No se arrepentirán. Y, con los cafés, nos ofrecieron una finísima teja perfectamente tostada.
La carta de vinos es una buena conjunción de clásicos y algo más modernos, y a precio razonable (multiplican por dos o algo menos los de tienda). Algunos, particularmente bien, como el Mauro o el Aalto que ofrecían en la pizarra.
La jefa de sala, amable y entendida, nos preguntó qué tal habíamos comido, y le comentamos las pequeñas objeciones mencionadas, así como las mejoras en la acústica del restaurante que habíamos detectado. Cuando nos trajeron la cuenta, nos comunicó elegantemente que no nos cobraban ni la ensaladilla ni las croquetas. Además, nos invitaron a un par de copas de un moscatel navarro de cosecha tardía de Ochoa. Pequeños detalles que engrandecen a los buenos restaurantes. Magnífica casa de comidas, recomendada en varias de las grandes guías (Sol Repsol 22).
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