Recientemente los dietistas vuelven a ponerlos de moda y recomendarlos, si bien en cantidades no superiores a los treinta gramos diarios. Al parecer, las investigaciones sobre sus aportes no habían valorado su notable contribución con diversos nutrientes esenciales, tales como ácidos grasos insaturados, vitamina E, antioxidantes y fitoquímicos. Esos compuestos tienen la capacidad de contrarrestar los procesos oxidativos e inflamatorios de nuestro organismo. Gracias a ello desempeñan un papel fundamental en el mantenimiento óptimo de las capacidades intelectuales, en especial de la memoria, protegiéndonos de ciertas enfermedades neurodegenerativas como determinados tipos de demencia.
Alguna de sus primeras llegadas a Mallorca pudo producirse acaso alrededor de hace dos mil quinientos años. Probablemente llegarían traídas por comerciantes púnicos, como los que navegaban con un cargamento de estos frutos en el barco que se hundió en El Sec, frente a la costa de Calvià, en el siglo IV antes de nuestra era. Algunas de ellas tal vez llegaran a convertirse en árboles y han sido vinculadas a la variedad local denominada d'en Pou. No obstante, todo hace creer que quienes desarrollaron su cultivo efectivo de forma sistemática fueron los árabes durante su período de dominación de la isla. Mucho más tarde, allá por el siglo XIX, la Sociedad Mallorquina de Amigos del País fomentó y extendió el cultivo del almendro como una de las alternativas a la devastación causada por la filoxera en las viñas locales.
Sus descendientes se adaptaron eficazmente al ecosistema isleño que les fue dotando de características morfológicas propias y un sabor más dulce, suave y mejor equilibrado que las cosechadas en otros lugares. Las actuales almendras mallorquinas se acreditan mediante una Indicación Geográfica Protegida que garantiza la procedencia isleña de las que ostentan ese distintivo, avalando además los métodos utilizados para conseguir un producto de reconocida excelencia y sabor. Las encontramos en presentaciones crudas o tostadas, con o sin piel y en sus variantes ecológica o convencional.
Nuestra cocina tradicional ha hecho un amplio uso de ellas, en especial como ingrediente fundamental de postres muy característicos. Su harina es fundamental en dulces tan emblemáticos como el turrón y sus distintas variantes de mazapanes, panellets, amargos o el afrancesado gató. Resultan básicas para la leche de almendra y sus cremas derivadas, tan en boga durante los tiempos en que la leche animal se conservaba de forma efímera. Sin ellas nuestra repostería carecería de uno de sus ingredientes principales.
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