Ensaïmada llisa de Carnaval.

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Hace pocos días hemos dado inicio al breve período calendárico que conocemos como Carnaval, dicho antiguamente Carnestolendas, denominaciones procedentes de la adaptación de las palabras latinas carnis avale o carnes tollere. Ambas lo identifican como un tiempo de prohibición de la carne de cuadrúpedos animales y sus derivados.

En realidad sus fechas no se correspondían con esa restricción, sino todo lo contrario: eran un período caracterizado por un consumo desaforado de carnes y grasas de esas procedencias. Ese desenfreno alimentario respondía a la llegada inmediata e inminente de la Cuaresma, en cuyos cuarenta días sí quedaba rigurosamente vedado el consumo de productos de esos orígenes. Durante ese último ciclo la religiosamente obligada prohibición de consumirlos determinaba su rigurosa ausencia de la mesa. En consecuencia aumentaba la posibilidad de correr el riesgo de que esos apreciados alimentos pudieran malograrse. Sobre todo si recordamos la deficiente eficacia que tenían los procedimientos de conservación entonces vigentes en todos los sistemas nutricionales antiguos.

La causa y origen de tal prohibición se consideran remontables a antiguas celebraciones celtas y romanas observadas en esas fechas, donde se practicaban rituales destinados a la purificación de la tierra y a garantizarse el favor divino para la fertilidad de la próxima cosecha. Su adaptación por el calendario cristiano, dio lugar al período que en Mallorca conocemos como Darrers Dies. Nuestra cocina de esas fechas crearía la ilustre y emblemática pieza repostera mallorquina que figura mencionada como saïmada en documentos de ese concreto período temporal procedentes del convento palmesano de Sant Geroni. Esa denominación inicial deja ya claro desde el primer momento de su aparición en mesas isleñas el incuestionable uso de la manteca de cerdo en su confección.

Dicho ingrediente determina la justificación de su nombre y la demostración de su verdadera dimensión gastronómica y cultural. Su concepción y creación en ese preciso momento está plenamente de acuerdo con el modelo alimentario que debía observarse durante ese breve y bullicioso período. Responde de forma expresa y plena al modelo observado durante el mismo en cuanto a la profusión del uso de grasas en los platos cotidianos. La prodigalidad del uso mencionado era la forma más provechosa y satisfactoria de evitar correr el riesgo de que se deterioraran. Era también el procedimiento más rentable y placentero ante la posibilidad de encontrarse sin otra alternativa que desperdiciarlas, a causa del veto riguroso a su consumo durante los cuarenta días cuaresmales que iban a seguirles.

Otro de los platos tradicionales de dicho tiempo precuaresmal en nuestra mesa de ese período, serían los casi olvidados prims. Esos panes planos y semi hojaldrados, mejorados con el sabroso añadido de raïsons o chicharrones, acostumbraban a consumirse solos, pero la usanza tradicional solía servirlos también como acompañamiento habitual de las rotundas y suculentas greixoneres de peus de porc. Estas últimas debutan en la documentación mallorquina aproximadamente por las mismas décadas que la ensaimada, contándose asimismo entre los recursos culinarios locales considerados propios del Carnaval.