Estaban el Cid Rodrigo y dos de sus soldados en campo abierto. También había un pastor en hábito de lacayo y una voz de un gafo, que dice de dentro, sacando las manos, y lo demás del cuerpo, muy llagado, ¿no hay cristiano que acuda a mi gran necesidad? Atan los caballos y Rodrigo se pregunta de dónde vienen tales voces. Habiendo vuelto el silencio, dice Rodrigo: Tendamos la vista por esta hermosa campiña y aquí esperaremos a los demás de la tropa. Me parece un lugar muy propio para acampar y descansar. Dice el pastor que es también un sitio idóneo para comer, de modo que uno de los soldados pregunta al otro: «¿Traes algo en el arzón?» Así es. Traigo una pierna de cordero, ¿Y tú? Le dice al otro, que responde al instante: «Una bota de vino». Eso hace que el pastor exclame entusiasmado que bien quiere catarlo. Y añade el primer soldado: «También traigo, casi entero, un jamón». Y dice entonces Rodrigo: «Apenas ha salido el sol y ya queréis comer?».
Guillén de Castro, las mocedades del Cid y el guiso de cordero
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