Alcaparras mallorquinas, en su proceso de maduración. | Miquel Àngel Frau

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En la cocina de la temporada veraniega, uno de los platos más frecuentes son las ensaladas, entre cuyos ingredientes más habituales se cuentan las alcaparras. Como es sabido, no son en realidad un fruto, sino un capullo floral aún no abierto. La forma más corriente de su consumo actual es a partir de su encurtido en vinagre, técnica de conservación que las ha convertido en un complemento culinario de primer orden. En nuestra cocina suelen aparecer siempre como complementos, sobre todo de platos fríos, como ensaladas, variantes de la salsa llamada tártara, la agradecida regularidad del simple pa amb oli o la decidida suculencia de un pâté felanitxer. También suele intervenir para romper con su acidez la solidez y rotundidad del conocido y popular guiso que ha dado en llamarse Llengo amb tàperes o cierto relleno para merluza u otros pescados blancos.

En todos estos casos su característica más valorada es la acidez que aportan al plato, merced al vinagre que han absorbido para su conservación. Esta peculiaridad es la que las hizo extraordinariamente populares en la Edad Media tardía y a comienzos del renacimiento. Esa concepción obedecía a que se consideraba que la agudeza de su gusto contribuía a abrir las vías circulatorias corporales, facilitando la penetración de las substancias alimenticias que así podían acceder más fácilmente a los órganos corporales.

Para entonces las alcaparras de Mallorca, oportunamente encurtidas, eran consideradas un obsequio gastronómico especialmente apreciable y de toda dignidad. En este sentido va el envío de un càntir de alcaparras, probablemente saladas o acaso en vinagre, realizado por el lulista mallorquín Arnau Descós en 1489 a su corresponsal Bernat de Boyl, entonces prior de Montserrat. Este último personaje, notable estudioso y seguidor de las doctrinas lulianas, había sido secretario del rey Fernando el Católico y un destacado diplomático, sería el primer Vicario Apostólico de las tierras americanas del Nuevo Mundo. A mediados de la centuria siguiente, las alcaparras habían consolidado su prestigio, según puede deducirse de la provisión de vituallas ofrecidas por la Ciutat i Regne de Mallorca al César Carlos en 1541. Cuando la imponente escuadra del Emperador hace escala en el puerto mallorquín, camino de su desafortunada expedición africana, se le aprovisiona generosamente. Entre los diversos productos locales con los cuales se abastece su despensa personal se contarían sin duda los considerados localmente mejores, entre los que figuraron veinte quarteroles de tàperes.

Alcaparras saladas.

El prestigio de su reconocida exquisitez seguía vigente un siglo después. Así lo demuestra la elección del astrónomo Vicens Mut y Rafel Tallades, ambos comisionados mallorquines ante el Consejo Supremo de Aragón, cuando en 1651 deciden obsequiar a los dieciséis regentes de tan alta Institución. Pretenden hacerlo, según era costumbre, con los que entonces se estimaban mejores y más típicos productos de nuestra Isla. Entre dichos presentes más característicos y de acreditada reputación, incluyen unos barrilitos de alcaparras, a cuya preferencia seguramente no debió ser extraña la indudable ascendencia campanera del segundo.