El almuerzo, según hemos indicado ya era de lo mejor y más espléndido. Lucía en él deliciosísimo pastel de Perigord, que un gastrónomo viviera y muriera acariciando, como los comedores del loto de Homero, dejando al olvido patria, familia y amigos... Veíase además un apetitoso guisado con aquel agrillo que tanto agrada a los gascones y no desagrada a los escoceses, acompañándole un excelente jamón que perteneciera antes a un nobilísimo jabalí de Montrichard. Era de admirar el pan por lo blanco y regalado, presentándose en forma de bolas, cuya circunstancia hizo que se llamase boulangers a los que lo fabricaban... Estimulóle de nuevo mandando traer fruta en almíbar, pastelillos y otras golosinas…
Walter Scott, Quintin Durward y un pastel de carne
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