Venimos atribuyéndoles un origen asiático, pero su llegada a nuestras islas pudo correr a cargo de los púnicos, a quienes acaso debamos más conocimientos agrícolas de lo que hemos venido atribuyéndoles. También es plausible que fueran los griegos sus introductores, ya que de ellos conservamos, aunque adaptada, su denominación de amígdala. Dicha procedencia parecen admitirla inicialmente tratadistas agronómicos latinos bien reconocidos, como Plinio el Viejo, Catón y Varrón, que las llamaron nux graeca (nuez griega) por considerarlas una variedad de dicho fruto. La identidad entre ambas denominaciones queda determinada por Lucio Columela, cuyo tratado se refiere así a ellas, pero también con su nombre griego. Tal vez los romanos fueron solo el eslabón transmisor de las culturas agrícolas púnica y griega, cuyos saberes habían incorporado provechosamente a su propia agronomía. No obstante, su larga instalación en nuestras islas y la romanización determinada por esa permanencia, hace admisible atribuirles su introducción en nuestros campos con probabilidad razonable.
En la cocina romana fueron usadas indistintamente como sustituto de los piñones e ingrediente asiduo para ligar salsas destinadas a las carnes, tanto domésticas como de caza. No obstante, esa cocina contaba con un número muy limitado de postres dulces tal como los entendemos ahora, por lo que ese concepto tendrá que esperar a la cocina medieval más tardía para ser reconocido y ponerse de moda. Los árabes serán los más tempranos precursores de esas preparaciones dulces postreras que, como su nombre indica, empezarán por servirse al final de las comidas. La eficacia de su papel en la jerarquía gastronómica será apoyado por la respetada dietética medieval árabe y la desarrollada por los cristianos, que aprobarán su consumo cómo coadyuvantes digestivos.
Hipótesis de introducción aparte, debe señalarse a la Sociedad Económica de Amigos del País como motor efectivo de su incorporación a los campos isleños en el último tercio del setecientos. La catástrofe causada por la filoxera determinó el fomento de su cultivo como uno de los más idóneos y rentables para nuestras tierras. A partir de la segunda mitad del XIX diversos autores reconocen su manifiesta presencia y peso en la agricultura de nuestra ruralía. Su disponibilidad debió permitir que los platos isleños, tanto dulces como salados, tuvieran en ellas un ingrediente cercano y asequible, posibilitando que fueran incorporadas a nuestras mesas de forma irreversible.
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