La apatía en la que vive sumido el Barcelona se ha contagiado a
una masa social que fue el orgullo en su momento de Josep Lluís
Núñez, pero que a día de hoy vive sumida en una profunda depresión
deportiva. Si hace dos semanas eran centenares los madridistas que
colapsaban Son Sant Joan para al menos ver de cerca a Ronaldo,
Figo, Zidane o Raúl, ayer apenas eran dos decenas los que
aguardaban el aterrizaje de un grupo sin ángel ni gancho.
Un desproporcionado despliegue policial escoltaba a Van Gaal y
los suyos en el corto tránsito entre la puerta de la terminal y un
autocar en el que sólo la frialdad de una tarde de lluvia ambientó
la llegada de uno de los mejores equipos del planeta.
Algún que otro lloro reflejaba una tímida emoción, la de los
pocos valientes que se quedaron, como consecuencia de un
extremadamente férreo protocolo, sin poder hacerse una foto o pedir
un autógrafo a sus ídolos. Fue el paso fugaz de unas estrellas que
no se dieron un baño de masas, tal y como Florentino Pérez pretende
con el equipo más laureado de la Historia. Todo lo contrario, si la
pretensión de Gaspart o el que diseña este montaje es acercar a los
profesionales un poco más al aficionado, la táctica no fue, ni por
asomo, la más apropiada.
El mismo rito se siguió a la llegada al hotel de concentración.
Allí aguardaba el desolador panorama de la terminal, aunque elevado
a la máxima potencia. Algunos niños acompañados por sus padres se
quedaron a medias. Saviola provocó la eclosión de la tensión
acumulada. Una vez que el plantel se introdujo en el hotel, sólo
Gerard compareció por el hall. A esos aficionados de verdad, los
que no entienden de crisis, les quedó un pequeño consuelo. Son
ellos los que hacen al Barça algo más que un club, pese a que Van
Gaal, Gaspart o quien sea esté empeñado en dilapidar el
proyecto.
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