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Gabriel Alomar Más de medio centenenar de barcos de época y clásicos participaron ayer en la tradicional Gran Parada, que representa el colofón de las cuatro regatas que configuran el XVII Trofeo Almirante Conde de Barcelona-III Copa Don Juan de Borbón. La salida del puerto tuvo lugar al mediodía, para concentrarse la flota en el punto habitual de salida en las jornadas de competición.

Desde allí y en rigurosa fila encabezada por el Rosendo y guardando un espacio de cuatro esloras, los barcos asistentes desfilaron de vuelta encontrada ante el dragaminas Genil de la Armada española, en una ceremonia presidida por la infanta doña Pilar de Borbón y a la que asistieron el almirante Fernando Tur Pérez-Prado, el jefe del Sector Naval, Tomás Mendizábal; el comandante general de Balears, Tomás Formentín, y el coronel jefe del Sector Aéreo, Cristóbal Sbert, entre otras autoridades, junto al organizador del trofeo, Josep Bono. Frente al costado de estribor del buque de guerra, los participantes, uno por uno saludaron a las autoridades, en fórmulas que fueron desde la tradicional salutación con las gorras marineras al saludo marcial de los oficiales italianos o los aplausos de un velero alemán.

Todo un acontecimiento náutico de excepción patrocinado por la Fundación Hispania, que premia no sólo el concepto deportivo de la velocidad, sino también el aspecto estético de conservación, restauración y ambientación. Una circunstacia que, en ocasiones hace difícil establecer el veredicto y contentar a todos los participantes. Como ocurrió ayer con el armador del Samurai, Luigi Pavese, con un reconocido palmarés internacional y quien manifestó su más abierta disconformidad con el fallo del jurado.

El Trofeo Almirante Conde de Barcelona surgió con el objetivo de recuperar los barcos amarrados en calas, puertos o varados en la arena, en estado de semi abandono e incluso aguardando el triste instante de su hundimiento provocado o el desguace. Hasta entonces, en España no existía protección para estos barcos, auténticas piezas únicas e irrepetibles y que constituyen el patrimonio naval. Hasta el punto de que la mayor parte de la flota de antaño terminó vendida a armadores extranjeros o desarmada.