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Carlos Moyá es uno de esos deportistas que ha nacido con estrella. Siempre se ha descrito como un ganador nato y ha dado muestras de que motivado no hay jugador que al que no pueda ganar. Pero el mallorquín ha entrado en una dinámica peligrosa. Las derrotas ya no le duelen y alcanzar de nuevo el número uno mundial se está convirtiendo en una quimera.

Mal acostumbrados por el tenis del balear de hace unos años, el público de a pie no comprende la metamorfosis de Moyá. Tras superar unos comienzos complejos -fue aceptado en Barcelona como sparring de otros jugadores-, esculpió su potencial y se convirtió en estrella de su generación. Asombró hasta a su propia familia en Melbourne y se convirtió en finalista de un Grand Slam siendo un auténtico desconocido. Moyá había despegado y su sed de triunfo era insaciable. Hizo realidad su sueño al ganar en la tierra de París el Roland Garros, alcanzó el número uno mundial en 1999 y se hizo un fijo en la lista del equipo español de Copa Davis.

Su progresión fue rápida, pero también lo ha sido su descenso. Castigado por una lesión en la espalda, estuvo un año sin coger la raqueta. Su regreso a las pistas está siendo desolador. Sin resultados destacados, parece tener suficiente con moverse entre los veinte mejores jugadores del mundo. Ésta no ha sido nunca la mentalidad de Carlos Moyá; cuando era ganador nunca se conformó.

Huérfano de resultados y desterrado un año más del máster, Carlos Moyá ya debe pensar en la próxima temporada. Su tenis no es eterno y los nuevos protagonistas del tenis mundial le han perdido el respeto. En un deporte individual acomodarse es letal. Moyá ya no tiene suficiente con sus golpes, necesita recuperar la mentalidad que le convirtió en número uno.