Otra ocasión como la que se le había preparado a España en el
Mundial coreano es muy difícil que se repita. Por eso, el
sentimiento de decepción con el que se abandonará hoy lunes el
continente asiático. El dicho de «ahora o nunca» fue una constante
en el día a día de la selección, sobre todo después de cubrir la
primera fase con tres victorias. Eslovenia, Paraguay y Sudáfrica,
los enemigos de la primera parte del campeonato, no crearon
excesivos problemas al equipo de Camacho, que ventiló los tres
compromisos con claridad, aunque no sin sufrimiento.
España lideró el grupo B con nueve puntos en tres encuentros,
nueve goles a favor y cuatro en contra, unos números que elevaron
la moral de la tropa y pusieron el punto de mira en cotas mucho más
altas. Las victorias y la escasa entidad de los rivales actuaron de
tapadera al juego mediocre ofrecido. El objetivo se había cumplido
y además se acabó de un plumazo con la pesada carga de no ganar el
encuentro inaugural desde hacía 52 años.
En octavos de final España se encontró con la suerte de cara y
necesitó de la prórroga y los penaltis para derrotar a Irlanda en
un encuentro de infarto que complicó Fernando Hierro al cometer el
penalti que originó el empate irlandés cuando sólo faltaba un
minuto para la conclusión. Si en esa ronda se había evitado el
cruce con Alemania, en cuartos la fortuna quiso que Italia no se
interpusiera en el camino de España, sino Corea. La temida «marea
roja» y la fuerza física de los jugadores coreanos no debieran
haber sido obstáculo para que España, muy superior técnicamente,
saltase por primera vez la barrera de cuartos y se plantase entre
los cuatro mejores del planeta. Pero no fue así y Corea, favorecido
por un mal arbitraje del egipcio Ghandour, dejó a España en la
calle en otro partido de máxima tensión y en la suerte de los
penaltis.
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