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Fernando Fernández
Echando un vistazo a las gradas del Coliseo Balear, Agustí Pujol y sus hombres deben reflexionar profundamente. La Copa Davis debe acostumbrarse a escenarios fuera de lo ortodoxo. Y también a aficiones que hacen de esta competición algo diferente, que rompe moldes dentro de un deporte en el que la tradición cuenta con este evento y Wimbledon como últimos reductos. Porque el público de Palma -y otros muchos rincones del país- ha estado a la altura de las circunstancias. Se han ganado el 10. Por muchas razones. Nada más aterrizar en la plaza de toros, la lluvia inundó de dudas al respetable. Pero pese a las amenazantes nubes y el frío, resistió y homenajeó como se merece a un Carlos Moyà emocionado como en pocas ocasiones.

El colorido que más de diez mil personas ha logrado trazar sólo puede igualarse con el de las oportunidades históricas. España ha dado un paso de gigante hacia la Ensaladera. No sólo sus jugadores. El quinto elemento dentro del equipo, con el que el G-3 siempre cuenta cuando el factor pista es favorable, ha pasado por encima de Holanda. El ambiente festivo, las banderas nacionales, las pancartas de apoyo -con Moyà y Nadal como estrellas indiscutibles-, la orquesta que ha levantado la moral en los momentos de tedio... Todo ello ha generado una atmósfera mágica.

Era el momento oportuno. Con dos mallorquines sobre la tierra batida, el rey Juan Carlos como primer seguidor y un equipo invencible, el camino está despejado hacia el título. El recuerdo del Mallorca Open se ha quedado en eso. Un simple recuerdo almacenado en el trastero. Ahora es la Copa Davis la que ilusiona, la que desata las pasiones. Ayer, cuando la tormenta se desató sobre el emblemático recinto taurino, la fe de la afición les llevó a soportar el chaparrón a la espera de noticias, hasta que no hubo marcha atrás. Es el síntoma más inequívoco de que la gente tiene sed de tenis.