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José Antonio Diego|ATENAS
Hongos, testículos de toro, semillas de ajonjolí, alcohol, opio, hojas de coca, nitroglicerina, hormona del crecimiento, eritropoietina, esteroides, estricnina... cualquier remedio ha sido bueno a lo largo de la historia para el deportista tramposo que pretende ser más que otro por métodos artificiales. A medida que se aproxima la ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos de Atenas, la noche del día 13, aumenta el ruido del escándalo que, con británica puntualidad, comparece siempre en vísperas de la más grande manifestación deportiva de los tiempos antiguos y modernos.

El atleta irlandés Cathal Lombard, que confiesa haber consumido eritropoietina (EPO), dos jugadores de la selección griega de béisbol, cazados por nandronola y un diurético, y el caso recurrente del estadounidense Jerome Young, amenazado de suspensión a perpetuidad por reincidencia, se apuntaron a la lista de fraudes. El dopaje es tan antiguo como el deporte mismo y de su práctica, asociada al deportista sin escrúpulos, se conserva memoria tan remota como los Juegos de la antigua Grecia, cuya primera edición registrada data de 776 a.C.

El filósofo Filóstrato refiere ya en el siglo III a.C. que algunos corredores griegos tomaban una mezcla de semillas de ajonjolí y hongos para aumentar su rendimiento en competición. Los gladiadores romanos se enfrentaban a su peligroso trabajo bajo los efectos de estimulantes; los incas mascaban hojas de coca para combatir la fatiga y en tiempos modernos, ya a finales del siglo XIX, se utilizaba estricnina, cafeína, heroína y cocaína. La estricnina todavía no había perdido prestigio entre los deportistas tramposos cuando los Juegos Olímpicos resucitaron en 1896 por iniciativa del barón de Coubertin.