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La decisión está tomada. Tokio 2020 se ha convertido en una huida hacia adelante, una cruzada quijotesca por parte de los dirigentes de un COI que ha intentado salvar los Juegos Olímpicos por todos los medios, hasta que los límites de la COVID-19 han traspasado las fronteras de Estados Unidos. Ya se trata de una cuestión de salud global, de una pandemia que ha dejado a los verdaderos protagonistas de la fiesta confinados en sus domicilios y tirando de la imaginación para poder entrenar con dignidad, persiguiendo lo que era un sueño y, a día de hoy, es una quimera.

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El aplazamiento es virtual, será una realidad en un máximo de cuatro semanas, pero el epitafio hace días que empezó a redactarse en Lausana y Tokio. Hay mucho más en juego que medallas y prestigio. Solventar el capítulo del seguro, gestionar una alternativa a una Villa Olímpica ya vendida tras el verano y renegociar o cancelar los contratos televisivos son los frentes que deberán abordar desde Lausana.

Y a los deportistas no les queda otra que esperar, cruzar lo dedos y, por encima de todo, cuidarse. Para llegar a otoño, o a Tokio 2021 o 2022 con la misma o más ilusión. Pero, por encima de todo, sanos y salvos tras el azote del coronavirus.