La voz del poeta José Hierro, una de las más representativas y
respetadas de las letras españolas de este siglo, con una
personalidad tan rotunda como su cráneo rapado, se apagó ayer a los
80 años, por una insuficiencia respiratoria crónica. La capilla
ardiente quedó instalada en el tanatorio de Madrid.
Hierro, que falleció en el Hospital Carlos III de la capital,
donde había sido ingresado el pasado viernes por un agravamiento de
afección respiratoria, ha sido considerado junto a Blas de Otero,
Gabriel Celaya y Eugenio de Nora una de las figuras más
representativas de la poesía social de posguerra. Sin embargo, él
siempre aseguró que no pretendía «ser social, ni lírico», que sólo
quería expresar «mis sentimientos» y, aún así, «sólo» había
«aportado a la poesía un acento personal».
Tras publicar «Cuaderno de Nueva York» -considerado «una obra
mayor» de la poesía española-, obtuvo el Premio Cervantes en 1998;
en 1999, el Premio de la Crítica y en fue elegido miembro de la
Real Academia de la Lengua, una institución en la que durante años
se resistió a ingresar porque no se consideraba digno de ella.
En posesión del Premio Nacional de Poesía por «Cuaderno en Nueva
York», así como el Príncipe de Asturias de las Letras, y el Reina
Sofía de Poesía Iberoamericana, nació en Madrid en 1922, aunque la
región que marcó su infancia fue Cantabria, donde adquirió la mayor
parte de su formación intelectual y donde comenzó a escribir a los
catorce años. A esa temprana edad ya sentía la poesía como «algo
vivo», y quizás porque compatibilizaba su oficio literario con la
pintura, o porque su sentido político siempre fue «bastante
acusado», su obra fue más intensa que extensa: «nunca he tenido
prisas para publicar».
Afiliado a la Unión de Escritores y Artistas Revolucionarios, su
primer poema, «Una bala le ha matado», aparece publicado en 1937,
en plena Guerra Civil. Concluida ésta fue detenido, procesado y
encarcelado por «auxilio y adhesión a la rebelión». En prisión
empezó a practicar de forma sistemática la literatura, apareciendo
ya en sus primeros escritos diversos hechos vividos durante la
contienda y el descubrimiento de la Generación del 27 a través de
la antología de Gerardo Diego, a quien considera su «padre
espiritual».
De verso desnudo y profundo, nunca se creyó que viviéramos un
mundo justo, por eso, «cantaba tristezas» y tenía una ironía que,
como dijo Aleixandre, le convertía en una «persona de contrastes»
que no dejaba indiferente.
Escribió durante varios años en la revista «Proel», en la que
fue fundador de un movimiento lírico de sesgo realista que terminó
por conocerse como poesía social, género que siempre consideró
necesario para transformar el mundo, aunque, como decía en su
archipremiado libro, «yo ya no sé llorar, yo ya no lloro, ni
siquiera cuando recuerdo lo que aún me queda por llorar».
Su obra, en la que se observa el exacto conocimiento y valor de
cada palabra, incluye títulos tan esenciales como «Tierra sin
nosotros», «Alegría», «Con las piedras, con el viento», «Quinta del
42», «Estatuas yacentes», «Cuanto sé de mí», «Libro de
alucinaciones», monumentos literarios que tuvieron como fragua un
ruidoso bar madrileño cercano a su casa donde no perdonaba robar
alguna calada a sus pitillos, y tomarse una copita de chinchón.
Angelines Torres, su viuda, señaló que murió «muy relajado y muy
tranquilo» y que «parecía que presentía» que se acercaba el final.
Los Reyes y el Príncipe, de cuyas manos recibió varios premios,
enviaron sendos telegramas. Los Monarcas recuerdan su admiración
por la valía de Hierro como hombre y poeta y don Felipe se mostró
«profundamente apenado». Carlos Marzal, último Premio Nacional de
Poesía, comentó que «todos saben que era uno de los grandes poetas
de la posguerra, pero además era una persona fantástica, de una
vitalidad extraordinaria y un ejemplo en casi todo». Otro
compañero, Francisco Brines, le calificó de «un gran poeta que ha
vivido intensamente la vida como ha querido» y destacó su «enorme
generosidad, su amor a los demás y su humildad».
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