Se fue Sordi y se apagó su voz grave y profunda, que no sólo le
sirvió para adornar su celebrada gramática gestual, sino que fue
tenaz herramienta en sus primeros pasos artísticos. Con su voz de
infante cantó en el coro de la Capilla Sixtina, antes de dedicarse
a la radio, donde marcó una época en los años cuarenta con «Rosso y
nero» u «Os habla Alberto Sordi». También le sirvió esa poderosa
voz para doblar a Oliver Hardy, a Robert Mitchum o a Anthony Quinn,
mientras hacía sus pinitos en la revista y el teatro a la espera de
que le descubriera el cine. Después de pequeñas y secundarias
escaramuzas ante la cámara, un padrino de honor, el gran Federico
Fellini, le abrió de par en par las puertas del cielo
cinematográfico.
«Lo sceicco bianco» («El jeque blanco», 1952) y «Vitellone»
(«Vividor», 1953) marcaron su consagración ante la crítica y el
público, que apenas si tuvieron tiempo para celebrar como un gran
hito su famoso «Un americano en Roma» (1954). El joven Sordi con
camiseta blanca y cara de pueblerino dispuesto a comerse el mundo
reducido a un plato de espaguetis se acabó convirtiendo en una
imagen de culto, que hoy sigue colgando de las paredes de muchas
trattorias romanas. Su carrera cinematográfica fue un suma y sigue,
con hasta once películas en un sólo año, en las que no se cansó de
exhibir un perfil que se confunde con la propia «comedia a la
italiana». Mario Monicelli y Dino Risi, Steno y Petrangeli, Zampa y
Scola fueron los directores que supieron sacar lo mejor de su vena
interpretativa, al moderar sus desmesurados y exuberantes
impulsos.
La ausencia de ese irremediable freno fue, según una parte de la
crítica, la causa de que su experiencia como director de sí mismo
-debutó en 1965 con «Fumo in Londra» («Humo en Londres»)-, no
estuviera acompañada por el mismo éxito. Esa misma crítica le
achaca su «conservadurismo» por no arriesgar fuera de la comedia y
sitúa en un segundo plano sus incursiones más dramáticas, pese a
que fueron filmes que también gozaron de la simpatía de la gran
platea. Entre esos títulos figuran obras como «La grande guerra»
(«La gran guerra», 1959), en la que fue compañero de armas de
Vittorio Gassman, o «Un borghese piccolo, piccolo» («Un burgués
pequeño, pequeño»). Pese a su notoriedad y su habitual presencia en
la vida pública y en la televisión hasta casi sus últimos días,
Sordi era un ferviente católico y tenía fama de solitario y esquivo
y también de tacaño.
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