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De compleja personalidad, Marlon Brando revolucionó el arte de la interpretación cinematográfica, convirtiéndose en uno de los iconos del Hollywood rebelde de los 50 y 60. «Un tranvía llamado deseo», «La ley del silencio», «El rostro impenetrable» o «Julio César» fueron algunos de los primeros logros dramáticos de un actor que se atrevió a cambiar las técnicas tradicionales de la actuación y la declamación.

Genial y extravagante, su magnetismo sexual, según él mismo reconoció, le hacía irresistible a «mujeres, hombres o animales». Nacido hace 80 años en Omaha (Nebraska), destacó desde temprana edad como un ser sensible, incapaz de tolerar la mediocridad de una ciudad provinciana.

Agobiado por las tensiones familiares y las reglas de la academia militar a la que iría a parar por orden de su padre, encontró su verdadero camino tras un fallido intento de convertirse en batería y trabajar esporádicamente como lavaplatos, ascensoristas o camionero.

El Actors Studio de Kazan le permitió hacer realidad su gran sueño, interpretar. Sus primeros éxitos sirvieron para constatar que pocas veces un mito del celuloide se ha construido sobre tanta calidad interpretativa. Los éxitos se sucedían a medida que su vida personal atentaba, cada vez más, contra las formas destablishment.

De sus líos sentimentales habló largo y tendido en su famosa autobiografía «Las canciones que mi madre me enseñó», aunque no quiso entrar en detalles sobre uno de los sucesos que marcarían la última etapa de su vida: el suicidio de su hija Cheyenne, quien se ahorcó después de que su hermano Christian, el predilecto de Brando, asesinara a su novio. Tras intervenir en «El último tango en París» y la primera entrega de la multioscarizada trilogía «El padrino», sus dos últimas grandes creaciones, Brando empezó a desprenderse de su mito.

Apartado de todos y de todo, se refugió en su casa de estilo japonés de Mulholland Drive, donde pasaba horas enganchado a Internet, visitando páginas dedicadas a él, corrigiendo datos equivocados.

De tarde en tarde recibía a alguno de sus amigos: Johnny Depp, un joven actor por el que sentía debilidad, o el promotor pugilístico Larry King. Cuando necesitaba dinero no dudaba en aparecer en películas de muy desigual interés (por su breve cometido en «Apocalypse now» cobró una fortuna).

En una de las últimas, «Un golpe maestro» coincidió por primera y única vez con un actor al que algunos consideran su sucesor, De Niro. Ahora, la muerte acaba de ganarle a Brando un largo pulso en defensa de su libertad, su individualidad, su provocación. A su negativa a aceptar lo establecido.