Casi 50 años después de la publicación de su primera obra,
«Péndulo», el escritor mallorquín Cristòfol Serra Simó vuelve a la
actualidad con el premio Faula que galardona su obra «El don de la
palabra» (Cort, 2004). Su particular forma de escribir ha tenido
también el reconocimiento de toda una trayectoria traducida
íntegramente al francés, además de algunas de sus obras al
italiano, alemán o inglés.
-¿Qué faceta literaria destacaría más de su
obra?
-No doy mucha importancia a la extensión, sino a la calidad.
Picasso dijo una cosa en relación a la España literaria que me hizo
mucha gracia. «Todo tan largo, tan largo». Si no mira «El Quijote».
Enorme. Todavía se mantiene el culto a la extensión, como en los
best sellers. Conocí a una señora que no compraba un libro que
tuviera menos de mil hojas.
-Así, su literatura escapa de las grandes
extensiones...
-A partir de un momento determinado, hay una parte de la literatura
marginal que tiende la laconismo, a la brevedad. Es una corriente
que existe en Europa, aunque en España tiene poca representación.
Existió sobre todo durante la República. Yo pertenezco a una
tradición fragmentaria, antigua, que viene de Heráclito y que
también se encuentra dentro de la literatura romántica. Por eso
hice el libro «Efigies», para realizar un compendio de aforismos.
Aquí se les confunde con las máximas y no tienen nada que ver con
ellas. El pensamiento del aforista debe tener alas.
-¿Es esta la libertad que impera en su
escritura?
-Tomo una posición poética y crítica ante muchas cosas. Creo en la
máxima de Confucio que dice que los concisos nunca se equivocan.
Por eso no tengo la misma admiración hacia la novela que muchos
tienen. El estilo profuso nos lleva a la confusión.
-¿Aforismos y poesía acercan al lector a
Cotiledònia?
-Claro. Son historias cortas que, con un aire lúdico, se acercan al
aforismo. Esto te permite asomarte al disparate, ya que romper con
la lógica es siempre romper con lo serio, lo absoluto. La palabra
se convierte en una especie de sonido. En «Viaje a Cotiledònia»,
primero inventaba la palabra y después la historia.
-A pesar de este aspecto lúdico, nunca ha dejado de lado
a la crítica.
-Es una crítica que llevo dentro mí y la muestro a mi manera. El
realismo es menos artístico. Mi concepción del mundo rompió con la
filosofía occidental y se interesó por la oriental y por la Biblia
de una forma distinta a la ortodoxa. Por eso reescribí la historia
de Jonàs y diserté sobre el Apocalipsis. Lejos de lo que piensan
algunas sectas, éste no es un libro que anuncia una profecía, si no
una denuncia de la civilización monstruosa y mercantilista que no
somos capaces de mejorar, la gran Babilonia, la gran prostituta que
ya explicó Dante. Tenemos la sensación de vivir debajo de alguna
cosa que nos amenaza y adelanta el derrumbamiento de la
sociedad.
-¿Por eso prefiere la sencillez?
-Sí, como la filosofía taoista. Ya lo digo a mi «Diccionario de
signos», citando a Lao Tse en su forma de entender: «Percibir lo
más pequeño. Aquí teneis la clarividencia». Eso no quiere decir que
me pase desapercibida la magnitud de ciertos problemas. Es como la
astrología. Siempre me han interesado los lenguajes entendibles
fuera de la conceptualidad. El hermetismo porque sí es una
tontería. Puedo decir sin vanidad que nunca he aspirado al éxito.
Como dijo Pío Baroja, son las mujeres las que lo quieren. Soy muy
sincero y escribo lo que siento.
-Después de toda una vida dedicado a la docencia de la
filosofía, ¿cómo ve el mundo?
-No he llegado a ninguna conclusión definitiva. Todo lo que pasa es
parte del ciclo judeocristiano que tiene que consumarse. El mundo
nunca se reducirá por la vía material y, para mí, el progreso
siempre se escribirá en minúscula. Mallorca es un buen ejemplo de
los resultados de este ciclo.
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