Su muerte, como sucede con todo gran personaje, ocasionó una conmoción. Al poco de ocurrir el fallecimiento, el 25 de diciembre de 1983, a las 15.00 horas, los medios de comunicación de todo el mundo se pusieron en marcha. Mallorca y la casa de Son Abrines, donde residía el artista, estaban en el punto de mira de la prensa nacional e internacional, pero también de los círculos artísticos y culturales. La muerte de Joan Miró, que ese mismo día se dio a conocer a las 19.00, movilizó a partir de entonces a quienes llevaban varios días pendientes de su salud, que se iba apagando desde hacía semanas.
Llamadas, telegramas, condolencias de intelectuales y personalidades llegaban a Son Abrines desde lugares de Oriente y Occidente. Miró, quien había dedicado sus últimas palabras a su esposa Pilar Juncosa, volvía a situar a la Isla en el centro del interés informativo, aunque, en esta ocasión, el motivo era bien triste. Ultima Hora le dedicó su portada del día 26 con un sencillo titular: «Miró ha muerto». No hacía falta escribir nada más. Se había ido tan discretamente como había vivido.
A los 25 años de su muerte, nuestra hemeroteca es testigo de todo lo sucedido durante los días precedentes y posteriores al óbito. Y de que unas semanas antes, el 3 de noviembre, Miró había hecho su última salida por Palma. En compañía de su esposa y su yerno, Teo Punyet, acudió a la calle Colom «para contemplar un mural en tela inspirado en su obra», como recogía nuestro diario.
Las reacciones al fallecimiento del artista, según recogió este periódico durante días, fueron muy numerosas en todo el mundo. Periódicos como The Washington Post o The New York Times destacaron la noticia en primera página y Le Monde utilizó por primera vez en su historia el color rojo en homenaje a quien el poeta Vicente Alexandre calificó de «la figura más potente e imaginativa de la plástica del siglo XX», y otro poeta, Rafael Alberti, despidió como «un héroe de la pintura universal». Los Reyes, que cinco años antes le habían acompañado en la gran exposición de su obra en Sa Llonja, en 1978, se confesaron «apenadísimos» en un telegrama enviado a la viuda del artista.
En Palma, la iglesia de Sant Nicolau fue testigo de un multitudinario funeral oficiado por el entonces obispo de Mallorca, Teodoro Úbeda, al que asistieron el ministro de Cultura, Javier Solana, y Jordi Pujol, que presidía la Generalitat catalana.
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