En el exterior, antes de que comenzara la actuación, el público se encontró con un despliegue de Policía Local y Nacional que auguraba alguna presencia importante e inesperada.
La seguridad mandaba, así que, fuera de lo que es habitual en los conciertos del Palma Arena, se revisaban los bolsos y mochilas de los 3.500 asistentes, según datos de la organización. Y otro dato nuevo en el recinto, la presencia de la Policía Nacional en el interior.
La espera al ídolo se animó en las dos barras, donde se servían copas y refrescos, y en un chiringuito de comida rápida. Quienes lo pasaron peor fueron los fotógrafos de prensa, que se quejaron de las dificultades impuestas para hacer buenas fotos y tuvieron que firmar un contrato en inglés, en el que se especificaba que sólo podían publicar las imágenes en el medio de comunicación que les había acreditado.
Los seguidores de Cohen más inquebrantables podían adquirir recuerdos en un puesto de merchandising.
El artista irrumpió en un escenario clásico y austero vestido como le caracteriza, traje oscuro y sombrero. Le acompañaban tres coristas y seis músicos, entre ellos el zaragozano Javier Mas, que durante 20 años ha tocado con Maria del Mar Bonet y que acompaña al canadiense en esta gira.
Cohen arrancó con uno de sus cortes más cotizados, Dance me to the end of love, y hasta la cuarta canción no comenzó a interactuar con el público multigeneracional que acudió a escucharle.
Los temas se iban sucediendo, entre ellos There ain't no cure for love, mientras artista, músicos y público iban entrando en calor y el despliegue de watios se ajustaba a la música sin resultar demasiado estridente.
Cohen escanció en el Palma Arena la canción ligera de suntuosa caligrafía que tan bien maneja, sin obviar sus temas de alto riego, aquellos donde acostumbra a caminar por el alambre de los sentimientos y la teatralidad casi sin red.
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