Como recuerda el investigador Jaume Llabres, «la historia se repite». A finales del siglo XIX «se puso a la venta la célebre cabeza de Augusto que era una de las piezas destacadas del Museo de Raixa, creado por el cardenal Despuig». Estos días,
Ultima Hora ha desvelado que la heredera de los marqueses de Campo-Franco quiere vender o sacar a subasta en Christie's otra cabeza de Augusto, la encontrada en Pol·lèntia en el siglo XVI, aunque data del siglo I antes de Cristo. La primera se encuentra en el Museum of Fine Arts de Boston, que pagó por ella 32.500 dólares. Sobre la segunda, las autoridades se han movilizado contra su exportación fuera de España y para ayudar a ello el Consell de Mallorca declarará la pieza Bien de Interés Cultural (BIC).
La cabeza que trajo el cardenal desde Italia fue encontrada en las excavaciones de Ariccia en 1978. Aunque no todas las piezas de su colección de arte clásico eran de buena calidad, este busto de Augusto fue considerado una de las joyas de la colección. En el Museo de Raixa, como se puede ver en una de las imágenes de esta página, estaba colocada en la sala principal, justo a la derecha de la puerta de la misma. Llabrés cuenta que, hasta tal punto era valorada como una pieza de calidad, que cuando la encontró y la transportó a Mallorca, el cardenal se vio obligado a encargar un grabado para que en Italia quedara constancia de su existencia. «Cuando la hecatombe» de la casa Montenegro, los herederos del cardenal la vendieron. Ramon Despuig la envió a París y de allí llegó a Boston.
En el caso de la otra cabeza de Augusto, –ambas habían formado parte de estatuas en tiempos del emperador–, está en el punto de mira del Consell y del Ministerio de Cultura para que no salga de España y quede en Mallorca. Fue el último marqués de Campo-Franco, Joan Rotten i Sureda quien, al morir sin sucesión, dejó su herencia a su sobrina Almudena de Padura y de España. En la misma iba incluida Can Pueyo, la casa de Palma donde se encontraba el busto, que presidía la biblioteca, «En la ilustración y en el XIX era costumbre incorporar piezas arqueológicas a las bibliotecas», señala Llabrés.
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