Almudena Sánchez (Andratx, 1985) acaba de publicar Fármaco (Literatura Random House), donde pone de relieve la apisonadora vital que supone la depresión. Los recuerdos de una infancia difícil en Mallorca se entremezclan con esa pelea por salvarse del hundimiento mental del que acaba de salvarse gracias a la química y la literatura. Las críticas que está recibiendo son excelentes y ya es un éxito entre sus numerosos lectores.
Su imagen en las redes no parecía la de una mujer que atraviesa una depresión —Me han dicho que no tiene nada que ver conmigo, que me ven más vital y más lumínica. No me había pasado nunca. Hasta que un día dije ‘no puedo más'. Confiesas que duermes en el sofá y no tienes hambre ni sueño. La depresión duró desde febrero de 2017 hasta el verano de 2020. Me pilló el confinamiento y fue mucho mejor de lo que creía, pensaba que me iba a hundir. Pero los fármacos me hicieron efecto. Y el amor. La palabra fármaco significa por un lado hechizo y por el otro, veneno. Este título le va perfecto al libro
Para llegar a la depresión narra su infancia en Andratx. —Vivía en la urbanización Cala Moragues del Port d'Andratx. En los ochenta no había ni una casa. Vivíamos en el monte, puro hippy. Mis padres estudiaron Magisterio, son de La Mancha y ganaron la plaza en Andratx. En mi casa, de hecho, aún no hay cobertura para el móvil. Eso marca. Me ha dañado la soledad. Agradezco haber tenido un hermano.
¿Cómo combatía esa soledad? —Con imaginación y libros. Compraba muchísimo en la papelería el Port. Los libros me los leía veinte veces. Hasta las etiquetas de los champús.
¿Vivió la hostilidad del colegio? —El colegio y el instituto me han costado mucho. No tanto las asignaturas sino a nivel de comunicación y adaptación. Vivía lejos y yo era especialista. Pero vivía a mi aire. Crecía hablando conmigo misma y claro, no tenía la misma capacidad para relacionarme. La gente dice que su sueño era vivir en la montaña pero estás muy solo. Vivía con bichos, árboles, perros, gatos y ya está. Mis padres no estaban. Siempre iba descalza, vivíamos al libre albedrío. Los niños necesitan que les hagan caso. He sido canguro y lo comparo con mi yo triste de niña y lloro. Estoy curando mi infancia. Es lo bueno que te dan los niños: viven el presente y te curan la infancia.
Rompe ese cliché de la infancia feliz. —Hay que romper ese concepto. Los niños también están muy tristes. Hay capas vacías y después creces y te faltan herramientas.
¿Este libro es un ajuste de cuentas? —Es una especie de carta con cariño y con amor. Necesitaba destapar mi infancia. Todo esto es como un carro que he ido llenando y exploté con la depresión. Vienen de muy atrás, dice mi psiquiatra. He hecho terapia conmigo misma a través de la literatura. Se puede hacer literatura de todas las cosas. No hablo de esa literatura impregnada de autoayuda o técnica. Quería hacer algo literario, como si cuentas la historia de un desamor. Estos temas están tapados por la autoayuda y los manuales académicos.
Se abre en canal al escribir. ¿No teme la reacción del lector? ¿No sé siente más vulnerable? —Estoy recibiendo muy buenas críticas de gente exigente, que me dicen que las emociones también son literatura de verdad. Tenía miedo de que no fuera universal. Es mi vida, con particularidades propias, pero puede llegar a todo el mundo.
Uno de sus capítulos se refiere a su condición de forastera en la Isla. —Es un concepto que aprendí desde muy pequeña. Iba con chicas mallorquinas y yo intentaba adaptarme, pero me hacían sentir diferente. No hablaba como ellas. Todos los seres humanos somos frágiles y nos curtimos con el tiempo. He pasado la vida aguantando y creo que ya tenía que llegar el momento en el que explotara todo.
¿Huyó a Madrid? —Me costó la adaptación porque siempre he sido un ser muy inadaptado, de vivir sola. Huí y casi tengo que volver. Madrid me parecía demasiado grande, descomunal, y creía que me iba a perder. Pero luego estaban la literatura y las librerías y pude buscar a otros raros. Huí hacia la literatura y hacia las personas raras.
En el libro también menciona un cáncer de ovarios con tan solo 16 años. —Fue menos terrible que la depresión. Me operaron tres veces y fue una tragedia, pero encontré más comprensión. Tenía un bulto, había radiografías, era una enfermedad tangible. Con la depresión me he sentido incomprendida. Es invisible, no se entiende ni se acepta. Me decían ‘sal y diviértete'. No deja una cicatriz que puedas enseñar: es la enfermedad del alma.
¿'Fármaco' ha sido su propio antídoto contra la depresión? —Me da muchas alegrías pero también presión. Debo estar atenta, trabajar mucho. Pero estoy bien, fuerte, muy preparada para el libro. Al escribir salió del libro una voz del pozo negro, una loba salvaje que creo que no volveré a tener. No me reconozco. No sabía si contar que una depresiva quiere suicidarse. Pero hay que romper tabús, porque es real y es honesto. Por un lado siento vergüenza pero tiene que estar. La depresión acecha a todo el mundo: hay que humanizarla y medicarnos cuando sea necesario.
Veo positivo que FARMACO pueda ayudar a valorar la medicación antidepresiva y su eficacia, contra los "negacionistas" que hablan de empastillamiento, sin matizar. Un amplio abanico de relaciones también puede ayudar mucho.
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Veo positivo que FARMACO pueda ayudar a valorar la medicación antidepresiva y su eficacia, contra los "negacionistas" que hablan de empastillamiento, sin matizar. Un amplio abanico de relaciones también puede ayudar mucho.