La escritora Laura Gost vive ahora a caballo entre Barcelona y Mallorca. | A.B.

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Una mujer joven, vestida con un bañador y un gorro rojos, está al borde de un trampolín, a punto de saltar al mar en el que se ve claramente un tiburón al acecho. A pesar de la peligrosidad de la situación que se refleja en la imagen, una frase afirma que el mundo se vuelve sencillo. Esta es la irónica portada de la nueva novela de Laura Gost (sa Pobla, 1993), El món es torna senzill (Empúries). Una reveladora carta de presentación de lo que el lector se encontrará en sus páginas: una historia que abraza veinte años de una joven que busca desesperadamente el control a través del vómito.

Ahora que vivimos en un momento tan complicado se atreve a decir que no, que el mundo se vuelve cada vez más sencillo.
—La ilustración de la portada ya enfatiza ese punto irónico. Sin embargo, aunque es evidente que a medida que crecemos el mundo no se vuelve sencillo, sí que vamos incorporando herramientas y mecanismos que nos permiten simplificarlo y relativizarlo.

El vómito es la gran metáfora que recorre el libro.
—El vómito es la forma que tiene la protagonista de flirtear con el abismo. Como autora, el hecho de que vomite me permite hablar de conceptos como la plenitud y el vacío. La protagonista decide qué entra y qué sale de su organismo. Es una forma muy básica de intentar adquirir el control cuando los pilares de su mundo se tambalean y parece que el suelo no es firme.

Sin embargo, a pesar de que la protagonista sufre bulimia, no es una novela sobre este trastorno de alimentación.
—De hecho, me gusta incidir en esta cuestión. Es un tema muy importante y muy mediático, especialmente en esta época en la que las redes sociales fomentan que se produzca esa presión estética. Más allá de eso, a mí me interesaba que el trastorno que sufre la protagonista no respondiera a esta presión estética, algo que sí le sucede a otro personaje.

Cuesta no buscar los detalles autobiográficos.
—No es una autobiografía, no es autoficción, pero es cierto que yo también flirteé con el abismo, especialmente entre los 18 y 20 años. En mi caso estuvo vinculado con mi adolescencia poco convencional y solitaria. De alguna manera construí una personalidad a la contra, huyendo de lo que se espera del adolescente. Desarrollé una rigidez muy fuerte y creé mis propios pilares contundentes. Salí de un entorno más asfixiante y, a partir de entonces, el exceso de control empezó a molestar y cierto descontrol se volvió estimulante. Pero esas pulsiones nunca se alargaron tanto como le sucede a la protagonista. Yo lo focalicé en la comida y en el ejercicio físico. Como se dice en la novela, la adicción al control puede ser una manifestación muy evidente de la fragilidad.

¿Nos obsesiona demasiado saber si lo que leemos le sucedió de verdad a quien lo escribe?
—Hemos acabado normalizando que todos los detectives de novela negra son alcohólicos y no nos planteamos si el autor lo es. En cambio, si una autora joven escribe una historia protagonizada por otra joven con un trastorno sí se busca el paralelismo. Al final, es una fórmula más, podría haber flirteado con las drogas o tener un problema con el alcohol. La literalidad del vómito me servía como interacción entre la plenitud y el vacío.

La madre y la abuela son figuras entrañables que aparecen en los momentos más inesperados.
—La abuela y la madre son como la toma de tierra de la protagonista, con reminiscencias de la infancia que conectan la mujer que es ahora con la niña que fue. Es una interacción que efectivamente se da en momentos sexuales o muy íntimos. Son referentes a los que acude cuando se encuentra perdida o busca una validación.

La protagonista dice que, al hablar de los vínculos sexuales, en vez de prestar atención a los genitales para referirse a una relación homosexual o heterosexual, podríamos centrarnos en si hay o no «equilibrio» entre las «interacciones».
—Es una reflexión interesante, sobre todo ahora con el debate que hay. Estaría bien que se hablara de relaciones entre personas que se sienten iguales.

La protagonista es muy crítica con la maternidad.
—Me gusta su tono de escepticismo con todo lo que son grandes sentencias de la vida. La maternidad es la metáfora definitiva de plenitud y de vacío, que llega en el momento del parto que, a su vez, es el comienzo de la plenitud.

Portada de la novela ‘El món es torna senzill’.

Al final de la novela aparece otro tema tabú: el suicidio.
—Sí, aunque es algo que le sucede a Bernat, un personaje secundario que aparece al principio de la novela y después al final, cuando han pasado 20 años. Me interesaba ese ciclo, que la novela termine con una muerte querida de su primer vínculo amoroso y sexual. Eso hace que ella se sienta más cercana al Bernat de este último momento que no del que conoció de adolescente.

Hay algún que otro guiño a una ‘cosina gran’, su primera novela.
—De alguna forma pienso que esta novela parte o empieza en la edad que tenía Rosa, la protagonista de La cosina gran, aunque no es una continuación y son libros muy diferentes. La primera novela estaba más centrada en la primera adolescencia, más naíf e ingenua. Rosa todavía no había entrado en contacto con sus propios monstruos. Aquí, en cambio, la protagonista empieza a estar más familiarizada con sus partes más oscuras y su propio infierno. Yo misma he evolucionado, estoy en otra sintonía y esta segunda novela es más irreverente y roza el humor negro.