Monica Vitti, fallecida este miércoles a los 90 años, fue una de las actrices más queridas de Italia, con decenas de películas para cine y televisión en las que pasó de la comedia más puramente «all'italiana» al cine intelectual como musa de Antonioni. La actriz había permanecido alejada de los focos durante las últimas dos décadas a causa de una enfermedad degenerativa. Nacida en la Roma fascista de 1931, se quedó prendada del teatro mientras su país se hundía en la II Guerra Mundial. Su primera decisión fue elegir un nombre artístico ya que el suyo, Maria Luisa Ceciarelli, era difícil de pronunciar y sobre todo de recordar. Su debut sobre las tablas fue con 14 años, haciendo de anciana con una peluca blanca en la obra teatral «La Nemica» (1916), y aquella noche acabó con la ovación del público y la bendición de la crítica.
Su carrera despegaba gracias a su vis cómica, su mirada intensa y misteriosa, su melena rubia y su tono de voz, rasgos que dieron un color distinto a los clásicos de Shakespeare, Moliére o Brecht y que acabaron seduciendo al gran cineasta Michelangelo Antonioni. Lo que empezó como una amistad, mutó en amor y después en una prolífica relación artística, pues fue Antonioni quien la introdujo en el cine más intelectual, contando con ella por primera vez en «El grito» (1957), como dobladora del personaje de Dorian Gray. Después llegarían sus papeles más recordados, sobre todo para la conocida como «Trilogía de la incomunicación»: «La aventura» (1960) -su debut en Cannes-, «La noche» (1961) y «El eclipse» (1962), un mosaico de sentimientos y silencios con el que llegó al extranjero. El cine italiano dejaba atrás el Neorrealismo que se impuso tras la Segunda Guerra Mundial y se adentraba en algo nuevo, más intimista, y Vitti estaba en primera línea de aquella vanguardia que dejaba de lado lo popular para centrarse en la burguesía. Así llegó «El desierto rojo» (1964) y el León de Oro a Antonioni, que ante el jurado de Venecia, públicamente, reconoció el influjo de su compañera en su aplaudida obra.
A finales de los sesenta, la actriz se dedicó sin embargo en cuerpo y alma a un género para el que estaba especialmente dotada, la comedia «all'italiana», metiéndose al público en el bolsillo. Vitti divertía al público con cintas como «La ragazza con la pistola» (1968), de Mario Monicelli; «El demonio de los celos» (1970) de Ettore Scola, y «El cinturón de castidad» (1967) o «Amor mío, ayúdame» (1969), de Alberto Sordi, con quien fraguaría una amistad eterna. La actriz, hasta hace poco representante del cine más profundo y comprometido, ahora hacía reír, separando su imagen de la de otras divas del séptimo arte italiano como Gina Lollobrigida o Sophia Loren, que ya tenía su primer Óscar por «Dos mujeres» (1960). No obstante para entonces Monica Vitti era la única mujer capaz de estar a la altura, cuando no hacer sombra, a los llamados «cinco coroneles» del cine italiano, los actores más admirados: Vittorio Gassman, Ugo Tognazzi, Nino Manfredi, Marcello Mastroianni y Sordi. Esto la ha elevado tradicionalmente como emblema de la mujer empoderada y emancipada. Basta pensar que vivió sus grandes amores sin casarse en un tiempo en el que pasar por el altar era casi obligatorio y solo lo hizo en el 2000 para unirse a Roberto Russo.
En 1974 protagonizó «El fantasma de la libertad» de Luis Buñuel y en 1980 volvió a ponerse bajo las órdenes de Antonioni en «El misterio de Oberwald», una rareza televisiva adaptación de la obra teatral «El águila de dos cabezas» (1946) de Jean Cocteau. Tras reinar en las pantallas italianas durante décadas y decenas de títulos, Vitti se animó a debutar en la dirección con «Scandalo segreto» (1990), pero pronto sufriría un doloroso revés, el incendio de su casa romana y la pérdida de muchos de sus recuerdos. Con el nuevo milenio, la actriz, que en los últimos años se había dedicado a enseñar a los jóvenes intérpretes en la Academia de Roma, donde ella empezó, se retiró por una enfermedad degenerativa siempre velada con celo por su entorno y por todo el país, que no esconde su devoción por esta «antidiva» de los Años de Oro de su cine.
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