El pasado 6 de enero nos dejaba Sidney Poitier, el espigado dandi de ébano, ganador del Oscar por su caracterización en Los lirios del valle, una de esas historias que pierden definición con el tiempo, pese a que en su día fue celebrada como la quintaesencia del cine humanista. Con todo, su guion ligero y exento de pretensiones, enardecido por la sublime banda sonora de Jerry Goldsmith, aún calan hondo en muchos espectadores. En los 60, el astro se sirvió de su posicionamiento para instigar la lucha por la diversidad, convirtiéndose en un sólido activo en la defensa por los derechos civiles. De hecho, durante décadas detrás de cada movimiento en favor de la inclusión de minorías étnicas, siempre estuvo presente su figura.
Nacido en Miami, aunque criado en Bahamas, dejó su impronta en Mallorca, donde «estuvo varias veces», explica Mundo Moragues, un reconocido publicista local, que hizo de cicerone del actor en sus frecuentes visitas, y al que le unió una duradera amistad. «Vino a principios de los 70 y, aunque por su planta no pasaba desapercibido, nadie le hacía fotos por la calle, antes la gente era de otra pasta», desliza con un destello de nostalgia en la mirada. Hasta la fecha, se ha pensado que las visitas del actor estaban relacionadas con su tiempo de recreo. Y no fue así.
«En aquella época, los actores americanos de primera línea tenían mucho trabajo en Europa, y Sidney se había beneficiado de esa moda que estaba muy bien pagada. Por entonces trabajaba para United Artist, una productora que cambió de manos en diferentes ocasiones, y pude saber por él que, junto a Paul Newman, Barbra Streisand, Spencer Tracy y otros actores de la compañía, querían montar una delegación de United Artist en Europa, bajo otro nombre». Les movía un impulso económico, «si rodaban en Europa, tras pagar los impuestos llegaban a Estados Unidos con apenas el veinte por ciento de lo ganado, y si establecían una base física aquí eso cambiaría».
Moragues hace una pausa y, a continuación, prende la mecha: «Comenzaron a buscar un lugar en España y, tras descartar Almería, que era donde se estaban grabando muchos westerns en los setenta, vinieron a Baleares. Buscaban un enclave que tuviera mucha luz y una serie de circunstancias que no recuerdo pero que se daban aquí. Esto les encantó y comenzaron a negociar con las autoridades para establecer su sede europea en Baleares».
El publicista ha mantenido oculta la noticia hasta la muerte de Poitier, pero ahora «la gente tiene que saber lo tontos que fueron sus dirigentes en aquella época, poniendo tantas trabas a unos estudios que le hubieran cambiado la cara y el futuro a Baleares. Imagínate si se hubiera llevado a cabo, seríamos una delegación de Los Ángeles en Europa». Añade Moragues que «los actores venían con las ideas claras y su mentalidad americana de poner rápido la pasta para empezar a trabajar, pero los políticos dilataron tanto la cuestión que se cansaron y se fueron».
El mallorquín, que estuvo «en segunda línea de las negociaciones», lamenta la indefinición de los políticos de la época «porque ellos venían a por todas y con pasta en el bolsillo». Reconoce que de haber fructificado, «aquello me habría cambiado la vida, acababa de finalizar mis estudios en Francia y hubiese colaborado con ellos para convertir a Baleares en la crème de la crème, aquí habrían grabado los mejores actores del momento». En las distancias cortas, Moragues explica que «era un hombre encantador, con una voz extraordinaria, muy educado y religioso, se cuidaba muchísimo. Recuerdo que lo llevaba en mi coche y tenía que descapotarlo porque si no no cabía». Y un dato revelador: «Nunca se dejaba invitar». La estrella no vivía en una torre de marfil, sabía perfectamente cómo se las gasta la vida, pues padeció una infancia marcada por la pobreza. Su familia se ganaba el pan cultivando tomates, y el joven Sidney tuvo que abandonar sus estudios para contribuir al núcleo familiar. Años más tarde regresó a Miami, y tras una serie de bandazos profesionales recaló en el ejército.
Aquello fue una escuela de vida que moldeó su carácter. «Era una persona seria, estaba muy interesado en Mallorca y me preguntaba constantemente por temas relacionados con la Isla». Ambos compartían pasión por los puros, «le encantaba un buen habano». Imaginen a un tipo de color de casi dos metros, puro en boca, paseándose por las abrasadas calles de Palma en verano. «Cuando se sentía observado se ponía las gafas de sol y yo le decía ‘no seas tonto porque así aún llamas más la atención'». Durante sus estancias en Mallorca, frecuentaban restaurantes y discotecas, aunque el actor siempre se retiraba pronto, «a las doce como mucho».
Y aunque Sidney no era mujeriego, «su secretario, John, se repasaba a todo lo que se movía». Tampoco abusaba del alcohol, «apenas tomaba una copa», pero «le encantaba comer en la Plaça de Gomila, que en aquella época era la ‘plaza de Europa'». En una ocasión, el astro quiso probar la comida mallorquina y Mundo lo llevó a un celler típico, «donde tomó sopes y frit».
Dramáticos
En opinión de Mundo, Sidney «bordaba los papeles dramáticos, las comedias no tanto». Pese a todo, «no solía hablar de trabajo, de hecho, jamás me comentó qué sintió al recibir el Oscar. Éramos jóvenes y comentábamos las cuatro tonterías de las que se pueden hablar a esa edad». Mundo se convirtió en su hombre de confianza en la Isla, incluso fue a visitarle a su casa en Nassau. «Vivía frente a una playa muy famosa llamada The Rose, la única del mundo en la que la arena es de color rosa. Me presentó a su familia y me llevó a comer».
Lejos de las cámaras no hay que olvidar su labor precursora que, como apuntábamos al inicio, le convirtió en la punta del ariete que abrió camino a otras figuras comprometidas como Denzel Washington, Samuel L. Jackson o Morgan Freeman. Todos ellos reconocen a Poitier como el abanderado de un movimiento, arduo y solitario en sus inicios, precursor del Hollywood inclusivo que conocemos. Mundo y Sidney mantuvieron la amistad muchos años, no fue hasta el ecuador de los 90 que «fuimos perdiendo el contacto».
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