Confiesa que ha leído poca poesía y que el único vínculo familiar que tiene con el género son las glosas que se recitaban en las reuniones familiares. ¿Es un ejercicio de honestidad?
— No sé si es ser honesto. En todo caso, no quería que pareciera algo prepotente o arrogante. Simplemente es así. No me gustan mucho los recitales, he ido a alguno porque recitaba mi amiga Irene del Valle, que escribe el prólogo del libro. Para mí la poesía es algo íntimo. No sé si me considero artista, sencillamente tengo curiosidades y la escritura surgió de forma natural. Es lo primero que publico, pero hace mucho que escribo.
Primero se imagina un mundo nuevo, en el año 2177; luego habla del amor en 2178 y, finalmente, llega el final en 2179.
— El libro empezó por un poema. Cuando escribo, voy a un lugar mental y comienzo a mirar a mi alrededor. En este lugar me imaginé un mundo muy lejano en el tiempo, me pregunté cómo sería dentro de unos siglos y cómo podía sentirse una persona no en la comodidad de hoy en día, sino en un entorno hostil. Pero, ¿cómo escribir poesía y buscar la belleza en un lugar así? Me puse a escribir un poema y surgió esto: un mundo de chatarra, con naves que flotan en el espacio pero que están apagadas, como si todo estuviera desenchufado. Quería contar toda esa historia ahí, en el futuro.
¿Por qué decidió que sucediera en las últimas décadas del 2100?
— Como ocurre con Blade Runner y otras películas ambientadas en unas fechas futuras que ya han ocurrido, al final te das cuenta de que las cosas no han cambiado sustancialmente. Estuve pensando qué fecha sería plausible para que hubiera un cambio real. No tiene más explicación ni guarda una simbología.
Concibe un mundo en ruinas, muy sucio y con paisajes muy degradados.
— Es verdad que hay suciedad, pero no es tan evidente. Hay poemas en los que hablo de hombres blancos que matan por decreto. Se puede intuir que hay una raza que no es humana, evoluciones genéticas y naves que flotan en el espacio. La chatarra está muy presente, pero también ahora, basta con ir a un descampado cualquiera.
La ciencia ficción también tiene cabida en la poesía, aunque a algunos les pueda sorprender.
— La ficción en la poesía ha estado siempre presente. La primera literatura sumeria indagaba en el porqué las cosas son como son, con los versos sobre las peripecias de Gilgamesh. Eran misterios son resolver que se intentaban entender mediante la literatura. Cuando escribo, me pongo en la piel de un personaje y hablo a través de él que, a su vez, siente cosas muy mías. O también me puedo imaginar cómo me sentiría yo en un momento y una situación concretos.
En el libro incluye algunos dibujos. ¿Se encuentra más cómodo como artista y diseñador gráfico que como poeta?
— No sé si necesariamente más cómodo. Soy yo poeta hablando de otra manera y no está relacionado con ninguna obra que haya dibujado. O, al menos, no conscientemente. Quiero separar ambos formatos. No soy un ilustrador que ahora escribe poemas. Los poemas vinieron porque me imaginaba imágenes, miraba el cielo y veía como satélites. Las líneas que hay en el libro están en un límite entre el dibujo y la ilustración. No quiero dar ninguna pista al lector, no quiero condicionarlo. Quería jugar con el límite de la ilustración, que no dijera nada explícitamente, porque el futuro no está muy definido.
La naturaleza está muy presente en sus obras como artista. De hecho, su alter ego como ilustrador es Chubasco.
— Encuentro mucha paz en la montaña. Desde pequeño me gustaba ir con mi padre de excursión a la montaña y todavía sigo yendo. Cuando escribo poesía tengo muy presente la naturaleza. A veces un gesto o una rama que se me mueve me puede evoca un poema. Puede sonar romántico pero es así. Milan Kundera comenzó una novela a partir del gesto de una mujer lanzándose en una piscina. La inmortalidad es una de mis preferidas. Se pueden crear cosas muy grandes a partir de un gesto.
¿Escribe en la naturaleza?
— Me gusta escribir en bares, sentando en una terraza. Es donde pasan cosas y donde me siento más cómodo. Antes sentía pudor, ahora ya no. A veces, cuando quedo con alguien, voy media hora antes y escribo. Un día me pasó, en Barcelona, algo extraordinario. Estaba escribiendo cuando vino a la mesa un hombre, que sentía curiosidad por lo que estaba haciendo. La conversación fue breve y, al cabo de cinco minutos, volvió con Cuentos fantásticos, de Hoffmann. ‘Para que continúes escribiendo', me dijo. No conocía el autor, pero al cabo de unos días me encontré otro título suyo en el mercado de Sant Antoni y luego, en otra ocasión, en una librería. Ahora tengo tres libros de Hoffmann.
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