Mallorca no es mi hogar. Siempre me he sentido extranjera en todas partes», afirma Begoña Méndez (Palma, 1976) en el prólogo de Lodo, su personal episodio nacional que forma parte de la colección que ha puesto en marcha el sello Lengua de Trapo y que recupera el espíritu de los que escribió Benito Pérez Galdós hace más de un siglo. En su caso, Méndez opta por construir, a partir de su «profundo desarraigo», un ensayo cargado de intimismo, poesía y denuncia medioambiental. Lo presentará este sábado 18 de marzo con un vermut en la librería Drac Màgic (Palma).
Declara que «siempre he sido extranjera en todas partes». Parece algo muy triste...
—Es verdad que es algo que se ha ido incrementando con los años, pero no lo leo como algo negativo. En el sentido que, gracias a esto, puedes construir identidades y relaciones en diferentes territorios. También es verdad que parte del desarraigo que se refleja en el libro está no sobredimensionado, pero sí que he puesto el foco en él porque me interesaba literariamente. Porque me parecía que ligaba muy bien con la tierra y con el Mar Menor, que es una tierra de frontera, de desierto... Ligaba muy bien con mi experiencia de no sentirme de ningún lugar y Murcia o La Manga del Mar Menor es un territorio no-lugar. Yo soy de Palma, mi padre nació en Murcia, pero vino a Biniaraix cuando tenía siete u ocho años y no había casi inmigración en esta zona...
De hecho, en el libro, habla de la ilusión que le proporciona un no-lugar.
—Sí, es así si tienes la capacidad de construir lo que decía, de dialogar con el entorno. La idea que atraviesa Lodo, y que liga un poco con Autocienciaficción para el fin de la especie (H&O Editores, 2022) es que los cuerpos son entidades relacionales y que un cuerpo no termina en la piel, sino en las relaciones con otros cuerpos.
¿En qué momento se dio cuenta de este desarraigo? ¿Siempre ha estado ahí?
—Siempre ha estado ahí porque siempre he tenido que explicar de dónde soy.
También denuncia la violencia de expresiones tan desagradables como «puuto foraster» o «de una puta y un gitano nació el primer murciano».
—Quería contar la experiencia de oír esta palabra como un insulto, pero también quería transformarlo en otra cosa, en una oportunidad de construir un vínculo con el territorio.
Cuando le propusieron escribir un episodio nacional, ¿tuvo claro desde el primer momento que lo quería dedicar al Mar Menor?
—Sí. Tenía muchas ganas de escribir sobre Murcia, sentía que tenía un asunto pendiente con mi herencia, con el amor que le tengo especialmente a mi abuela, pero también quería hacer un homenaje a toda mi parte paterna. Creo que mi padre es la persona más importante de mi vida. No me refiero a quién quiero más, si a mi madre o a mi padre, pues los amo a ambos, sino como figura fundamental en mi construcción. Y mi padre es una persona migrante, así que esa sensación de forastería, de no ser de ningún sitio, de alguna manera, aunque yo haya nacido aquí, creo que la he heredado. Quería buscar mi identidad murciana que nunca había explorado, a pesar de ser carne de mi carne. Tenía ganas de cerrar una etapa literaria. Y ahora, después de esto, ya veré qué hago.
Es interesante cómo enlaza algo tan personal como es su identidad con un ecocidio y también cómo dice sentirse atraída por ambientes y zonas vulnerables, por los cuerpos que no pueden ser...
—Es el planteamiento de pensar el territorio como cuerpos y entidades vivas. Entonces es evidente que hay zonas, igual que cuerpos, que se marcan como marginales, periféricos, como no importantes. Me ha interesado este tema hablando de cuerpos humanos, cómo no tiene que interesarme en cuerpos no humanos, que en este caso son territorios y ecosistemas. De hecho, uno de los hitos más importantes contra el ecocidio es la declaración el Mar Menor como sujeto de derecho. Es una figura jurídica que ya veremos en qué acciones se concretan, pero declarar que es una entidad viva que tiene derecho a existir ya es precioso y emocionante.
Se pregunta, como ocurre con los cuerpos, por qué no dejamos ser a los territorios. «La Manga se ahoga por exceso de alimentos».
—Exacto, siempre nos obsesionamos con modificarlo. Lo que hace que sea una violencia es esa modificación intensiva del metabolismo de un cuerpo. Eso es lo terrible, cuando pones a un ecosistema al límite, llevándolo a la muerte. Evidentemente que se pueden hacer modificaciones en la naturaleza, el hombre es un gran modificador del mundo, porque eso es la cultura, pero no a ese nivel ni por beneficio propio. Eso es explotación.
Lamenta que «Murcia no le importa a nadie». ¿Cree que es algo que sucede también con Mallorca, que todo el mundo parece conocerla, pero sin importarles la presión turística?
—Quería que fuera antinostálgico, hablar de un territorio devastado, pero no poniendo el acento en cómo era en el pasado, sino en ver que vivimos en un mundo en ruinas y tratar de entender ese daño para hacer algo al respecto. Por otra parte, también es inevitable llorar estos entornos y en el libro lloro también Mallorca y Menorca.
Al final reconoce que le ha quedado un libro «desesperanzado pero muy vivo» y se imagina un mundo en el que «no hubiera distinción entre cosas y sujetos».
—Es una fantasía muy bonita imaginarse un mundo sin explotación de cuerpos. Sueño con el fin de la humanidad, qué puñetas. Igual que en Autocienciaficción. El fin de la humanidad, como sueño, imagen y metáfora es precioso.
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