Agustín Fernández Mallo posa en la redacción de este periódico con su nueva novela, 'Madre de corazón atómico' (Seix Barral). | M. À. Cañellas

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La mítica banda de rock británica Pink Floyd no sabía cómo titular lo que sería su quinto disco. Ante esa incapacidad nominal, el productor les sugirió que buscaran inspiración en la prensa. Se ve que ese día trascendió una noticia sorprendente de una mujer a la que habían operado del corazón y que portaba un marcapasos alimentario con un isótopo radioactivo, lo peculiar era que esa mujer estaba embarazada: iba a ser la madre del corazón atómico.

Esa anécdota sirvió al grupo para finalmente titular ese trabajo, Atom Heart Mother, que lanzaron en 1970. Presidía la fotografía de la portada una vaca holandesa que miraba a cámara. Agustín Fernández Mallo lo escuchó por primera vez a los siete u ocho años –demasiado «experimental para mi corta edad», reconoce– y comentó con su padre, reputado veterinario leonés, los detalles de este ejemplar, el primero que el escritor veía descontextualizado. Precisamente ese recuerdo le ha servido a Fernández Mallo para poner nombre al homenaje que rinde a su padre, que se ha materializado en su novela más íntima y personal hasta el momento: Madre de corazón atómico (Seix Barral). Lo presentará el próximo jueves 30 de mayo, a las 19.30 horas, en La Biblioteca de Babel.

Muerte

«La muerte es una clase de resurrección, no es un final sino un punto de partida. El muerto reaparecerá, se hará presente en tu vida muchas veces y de mil formas distintas», asegura el autor en esta novela que, como no podía ser de otra manera, entremezcla ciencia, pensamiento, arte, biografía y género documental o testimonial. Madre de corazón atómico es, ante todo, el mejor homenaje posible del escritor a su progenitor, con quien compartía una particular manera de ver el mundo, basada en la convicción en el progreso y en el convencimiento de que «no hace falta ir a la fantasía inventada para encontrar la fantasía en lo real». «Trataba de demostrarme la cara ‘b’ fantástica de la realidad, como es, por ejemplo, la tabla periódica o cuando me contaba cómo los romanos lavaban oro en las montañas de León. La realidad es suficientemente fantástica como para añadir elementos fantasiosos. En efecto, nunca me contó Los tres cerditos ni ningún cuento de Disney, es decir, relatos morales», aclara.

Por ello, aunque parezca una invención de pura ficción, el punto de partida de la novela es el extraordinario viaje que emprendió el padre del escritor en 1967, justo antes de que este naciera, a Estados Unidos con el objetivo de traer una veintena de vacas en avión hasta Santiago de Compostela. «Las averías en el avión, los ojos de las vacas en la oscuridad que parecía que flotaban, todo eso, muy buñuelesco y propio del surrealismo, ocurrió de verdad. Y lo más sorprendente es cómo lo narraba mi padre, sin atisbo de elemento mágico. Para él era lo normal, era su profesión. Siempre me ha fascinado esos relatos en los cuales la persona está tan sumergida que no se da cuenta que, para el resto, eso es arte, es literatura. También hablo mucho de mi madre, que es también hablar de la Guerra Civil y la Posguerra, que también tiene valor literario. La literatura siempre parte del detalle para ir a lo generalizado. Por eso Proust se basa en que toma una magdalena y, a partir de ahí, aparece todo un mundo de miles de páginas», explica.

Fernández Mallo ha tardado doce años en dar por terminado este libro y, sin embargo, asegura que su escritura fue relativamente fácil, lo que le generó un sentimiento de culpa. «Cuando muere mi padre empiezo a escribir, todavía no sé el qué, pero de pronto todo fluye muy bien. Entonces me pregunto si es que soy muy frío o al revés, demasiado sentimental, si estoy dando el tono que siento. Ahí fue lo difícil. Es una novela muy pensada y sentida, en este caso, el sentimiento va antes que el pensamiento, pero no es sentimentaloide. No quería buscar una explotación de sentimientos y eso fue un reto importante. No es un libro experimental en el que hay alarde de nada, sencillamente quería contar la vida de mi padre, cómo la viví con él y cómo me la transmitió. Y, como decía, esa vida es suficientemente curiosa, poética o extraña para que yo encima ponga más cosas», insiste.

El autor también comparte algunas anécdotas propias, como cuando vivía en Deià y se topó con Catherine Zeta-Jones sin saber que era ella y le dio su número de teléfono o cuando Lou Reed pasó por delante de su casa y le saludó como buen vecino. Sin embargo, no disfrutaba con este desfile de famosos y personalidades mediáticas. «Mis padres me decían que el hecho de que un pueblo no contara con ferretería para comprar un clavo si se te rompía una mesa, pero si podías comprar joyas por miles de euros demostraba una patología social. El pueblo era un poco como un decorado, aunque luego me llevaba muy bien con algunos lugareños, como el carpintero Xesc y su hijo ciclista profesional o mi amigo Tomás Graves. Me gustaba pasar el invierno allí, cuando bajaba a la cala y encontraba objetos que incomodaban a los demás pero para mí eran preciosos, como los tapones de botellas que el mar devolvía, perfectamente redondeados. Creo que esto es fundamental en mi literatura: cómo la naturaleza transforma lo artificial y lo convierte simbólicamente en natural. Esos tapones convertidos en cantos rodados me recordaban a Frankenstein, a lo monstruoso», compara.

Memoria

El padre murió en el mismo hospital en el que nació el escritor, una coincidencia que significó una suerte de cierre de ciclo, «como si pasara un testigo». En este sentido, el autor reflexiona sobre la pérdida de memoria. «Cuando llega un momento en el que no me reconoce y entonces se formula una pregunta clave: ¿quién hay ahí? De pronto todo parece un decorado que cambia, como en el teatro, y te hace preguntarte qué demonios hay dentro de su cabeza ahora mismo. Fui consciente de que estaba preparado para asistir a la degradación física, pero no mental. Para mí los humanos son el cerebro, porque el cuerpo es intercambiable», justifica.

Por otra parte, Fernández Mallo sostiene que «es más difícil morir que nacer». «Como decía Spinoza, nadie sabe lo que puede un cuerpo. Me gusta la actitud vitalista del cuerpo, de luchar hasta el final de la vida, hasta las últimas consecuencias. Queremos eliminar el dolor de la vida, y todavía más hoy, ocultamos la muerte con analgésicos y anestesias, pero no debemos olvidar que el dolor pertenece a la vida y no hay vida sin dolor. Si no fuera así viviríamos en Disneylandia, en un mundo psicodélico que no sería humano ni real. Toda esa lucha por la vida es una de las enseñanzas que me ofreció la muerte de mi padre».