Tres primas que rondan la treintena se reúnen en una casa y empiezan a charlar un poco de todo. Beben, comen, bailan, ríen. Y entre todo eso, una pregunta:¿Qué le pasó al abuelo? Se trata de la premisa deLas niñas zombi, obra de teatro que aterriza este sábado, a partir de 20.00 horas, en el Teatre Principal de Palma con Natalia Fernandes, Teresa Garzón y la mallorquina Belén Martí Lluch, que tiene así su debut actoral en la Isla. Su autor, Celso Giménez, también participa como narrador y aclara que no es una obra sobre la Guerra Civil, sino «sobre nuestra generación» en la que las herencias escondidas, y que nos constituyen, no pueden sino asomar.
El germen mismo de la obra ya es muy teatral. Tiene que ver con un hombre que se llamaba y no llamaba Celso. Es el abuelo del autor, que lleva su nombre, y era una historia que había circulado en la familia. «Tiene que ver con un asesinato, encontrar un cadáver y su documentación y usarla para escapar de la guerra». A Giménez le pareció «un historión» y quiso saber más, pero en su investigación, otras ramas de la familia diferían sobre lo contado, y surgió así una pregunta: «¿Cómo se desconoce tanto de algo de lo que han pasado solo dos generaciones?».
Así pues, las tres protagonistas se preguntan mucho, dudan mucho y «anhelan mucho» por lo poco que saben y, quizá más desesperante, lo poco que pueden llegar a saber. Es por ello que Giménez, que no pretende dar todas las respuestas, sí aspira a al menos «intentar dar algunas y jugar dentro de lo lúdico y artístico». Así, Las niñas zombi busca en el pasado reciente desde un presente deudor, pero que prefiere mirar a otro lado.
«Los miedos y deseos se heredan de una manera que no conocemos a nivel científico», destaca Giménez en relación al hecho de que somos más parecidos a nuestros antepasados de lo que, quizá, podríamos aceptar a simple vista. Es como el rechazo al olor del napalm en los nietos de los combatientes» en la Guerra de Vietnam, quienes sin haber vivido el conflicto sentían rechazo a ese característico olor.
Por ello, nuestra generación, la tercera o cuarta tras la guerra, se encuentra en una encrucijada: es quizá la primera que no solo puede sino que quiere hablar de lo que no se ha hablado, lo que se ha callado y metido bajo la alfombra, pero también se puede eludir esta responsabilidad. «Yo creo que la llamada de la herencia, saber qué pasó, es consustancial al ser humano y en una democracia como la nuestra podríamos tener esto en cuenta. Parece que la Guerra Civil siempre está ahí, pero en realidad no se dialoga, es una losa que se tiran unos a otros y se pierde el intercambio», juzga el autor.
En parte se debe a que «hoy solo miramos el presente, el pasado no importa y el futuro solo a veces, pero la mayor parte de la inteligencia que podemos atesorar tiene que ver con reinterpretar y recordar. Todo lo que el ser humano ansía lo saca de sus experiencias anteriores».
A pesar de todo, y en consonancia con esta visión de la sociedad, Giménez explica que la obra no habla de la Guerra Civil. Es, de hecho, una parte bastante diminuta. «Habla sobre nuestra generación, la gente de 28 a 47 años, por dar una horquilla, que empieza a tener responsabilidad en el mundo, dirigen Comunidades Autónomas, etcétera». Un grupo de personas, nietos todos, que han vivido y experimentado un entorno donde había silencios solo rotos por las conversaciones que acallaban lo que no se decía. «La obra no existe sin lo primero», la parte de memoria histórica, «pero todo lo demás, la estética, la forma de hablar, la escenografía, tiene que ver con el presente».
Un presente en equilibrio, no inferioridad, con respecto a su pasado, en el que las mujeres, «que son las que suelen hablar», toman las riendas de su ser y temporalidad desde la voluntad de saber algo que probablemente no lleguen a conocer, pero cuyo intento por descubrirlo dice mucho de ellas, nosotros y los que vendrán al tratarse de un silencio al que se llega voluntariamente y no uno del que se parta, un silencio cómplice, ensordecedor como disparos al alba.
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